Capítulo 9: Gabriela.

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La joven se despertó, después de tener esa horrible pesadilla. Aún no había superado que su amiga de la infancia estuviera muerta, que ese agujero hubiese sido el lugar donde vería desaparecer a Cintia, aunque a pesar de saber claramente que estaba muerta, Gabriela tenía una sospecha de que algo, no sabía si su amiga o no, andaba detrás de ella.

Se puso la ropa con la que había ido a la casa de Cristina la noche anterior, pues su amiga la había recibido aún después del ataque extraño que había sufrido en su casa y le había prestado una pijama. Había sido como si su cuerpo no respondiera a lo que ella le pedía. Todo había comenzado a partir de que la chica viera aparecer de la nada el lazo rojo de su amiga recientemente muerta.

Se puso sus zapatos y se levantó del colchón inflable en el que había 'dormido' por la noche... Aunque la verdad, cuando Gabriela se fijó en el exterior del pueblo por la ventana, se dio cuenta de que aún no había salido el sol, pero ella debía volver a su casa, ubicada a unas diez casas de Cristina.

La muchacha abrió con cuidado la puerta del cuarto y salió al pasillo, lleno de penumbra. Caminó sigilosamente pero a prisa a través de él hasta que se topó con las escaleras de piedra que daban a la sala de la casa. Miró hacia atrás, hacia el pasillo oscuro, y pudo diviar algo que le puso los pelos de punta y casi la hizo caer de las escaleras: Vio al espectro de Cintia, aún con el uniforme del colegio, señalandola con su dedo índice, pero lo que más la aterró fue que estaba tomada de las manos de algo... Una oscuridad mayor que la existente en el pasillo.

Había visto esa misma imagen cuando entró al cuarto de Cristina, pero la incredulidad de su amiga la había persuadido de lo contrario. Esta vez era distinto, los pudo ver con toda claridad, a ella y al ser oscuro que la sujetaba de la mano. Corrió con todas sus fuerzas hasta chocar con la puerta de entrada, un enorme cuadro de madera tallada con marcas y símbolos extraños. Giró con fuerza el picaporte, pero estaba cerrado con llave. Debía escapar lo más rápido posible de esa visión que tanto la atormentaba, debía deshacerse del lazo rojo de Cintia, que podía sentir dentro del bolsillo de su pantalón.

No necesitaba revisar para saber que era ese objeto, pues algo dentro de ella le aseguraba que tenía la razón. Desde que lo habá visto aparecerse por primera vez frente a ella, sabía que algo andaba mal, y ahora ese insignificante pedazo de tela roja la perseguía a cualquier lugar al que iba, pero después de aquella pesadilla, en la cual se veía a ella frente al agujero, lanzando el lazo a su interior y viendo como una mano enorme y mugrienta lo tomaba, supo que era la decisión correcta.

Miró hacia un lado de la sala, pintada de color blanco totalmente, con diversos retratos de la familia de Cristina (sus padres, su hermano mayor que se había ido lejos del pueblo luego de casarse, y ella), donde divisó, sobre una mesa alta, las divinas llaves.

Corrió hasta ellas y las tomó, hasta por fin comenzar a probar cual era la llave que le daría su libertad, una que necesitaba para librarse de esa visión. Por fin pudo abrir la puerta y salió al exterior, donde el aire frío de la madrugada la golpeó con fuerza. Lanzó las llaves hacia dentro de la casa y luego cerró la puerta.

La calle se veía tanto o más oscura que el pasillo de la casa, a pesar de que diversos faroles iluminaban pobremente la acera, dando la visión de las diversas casas que componían la calle dos del pueblo. A lo lejos se podía divisar la casa de Ethan, con el exterior de piedra y de dos pisos, y si forzaba la vista, veía su casa, relumbrando como un faro en la oscuridad. Miró hacia el cielo, y notó como la noche estrellada estaba ceñida alrededor de todo San Pablo, no se veía ni una gota de luz de sol.

La chica emprendió la marcha a casa, en donde sus padres deberían estar ya, luego de haber estado en una reunión del hospital en el cual ambos trabajaban como médicos, junto a los padres de Cintia.

Estaba caminando, sintiendose extrañamente libre, cuando su zarcillo derecho comenzó a pesarle, tanto como si un niño de unos tres años estuviera colgando de su oreja. Había sido el mismo arete que Gabriela en un arranque de imbecilidad se le ocurrió lanzar al agujero, y había sido más imbécil al atreverse a colocarlo de nuevo en su oreja, que esta vez la halaba hacia el suelo con extrema molestia.

Gabriela gimió de dolor, y decidió quitarse el zarcillo y mirarlo, cuando notó que en él se formaban unas palabras. Los ojos marrones de la chica no podían creer lo que miraban cuando pudo descifrar lo que se había escrito en el objeto 'Pereza'.

Se veía como si un cuchillo muy afilado hubiese escrito las palabras mientras el zarcillo se había puesto extrañamente pesado. Gabriela reprimió un grito y soltó el bjeto,que cayó al instante al suelo, y corrió a su casa.

Estaba tan cerca, que ya no pudo divisar la casa de Cristina. Cuando estaba por llegar a su casa, vio algo que la asustó. Un perro, de bastante mal aspecto había salido de un rincón oscuro de la calle.

-Lindo perrito.- dijo ella, haciendole gestos ligeramente con la mano, ahuyentandolo.

Pero el perro no se iba, de hecho, se interpuso en su camino hacia su casa, como prohibiendole que pasara por ese lugar. Gabriela miró hacia abajo, buscando algún objeto con qué ahuyentar al perro, pero al subir la vista, vio que ya no era sólo uno.

Cinco perros, todos enormes y tan desaliñados como el primero, se le habían unido para evitar que Gabriela llegara a su casa. Todos comenzaron a gruñir y ladrar, y Gabrielasupo lo que debía hacer.

Corrió. Se introdujo en el bosque que quedaba cerca de la calle, mientras los seis perros la perseguían con todas sus ansias. Se notaba que querían hacerle daño.

-¿Por qué me pasa esto a mi?- se preguntó la chica mientras corría entre los árboles,que cada vez se hacían más espesos.

Siguió corriendo, hasta que no escuchó más las pisadas de los animales ni sus ladridos, y por un momento se sintió segura. Pero esa sensación no duró mucho, pues de nuevo pudo ver a Cintia, acusandola ante el ser que la tomaba de la mano, quien esta vez tenía forma: Era un hombre, o más o menos era así, pues su cara estaba desfigurada, casi tanto como la de los perros que la habían intentado atacar.

Gabriela corrió de nuevo, sintiendo un temor mayor de lo imaginable. Ya estaba cansada, cuando se topó con lo que pensó era el fnal del bosque que rodeaba la ciudad.

Al darse cuenta de dónde estaba, se quedó paralizada. El piso pulido de piedra, en forma circular, en donde no yacía ni una simple hoja. Y en el centro de ese piso, lo vio por cuarta vez en su vida: El agujero.

En ese momento, supo que su pesadilla estaba a punto de hacerse realidad, pero de algún modo debía deshacerse del lazo, y si lanzarlo al agujero no servía entonces no sabía que. Ya no escuchaba a nadie detrás de ella, ni tampoco vio más al fantasma de su amiga y al monstruo a su lado, así que lentamente se acercó al lugar que se había transformado en un horror vivo, palpable y visible.

Tenía las manos sobre su pecho, tratando de calmar el cansancio que le había producido correr tan rápidamente, y luego bajó una hasta su bolsillo, del cual sacó o que sin duda alguna era lo último que había tocado su amiga mientras vivía. Tomó el lazo entre sus dedos, y suspiró.

-Te libero.- dijo ella, estirando el brazo y soltando el objeto hasta que se perdió en la abertura en el suelo, la cual se veía más osucra que de costumbre. De pronto, se dio cuenta de que no parecía ser el mismo sitio de siempre. No escuchaba un sonido que era típico en ese lugar, el de una corriente de agua subterránea. De nuevo encogió sus manos al pecho y decidió agacharse para escuchar mejor.

Se acostó prácticamente en el suelo, frío como el hielo, para lograr oir la corriente falsa de agua que fluía por debajo del agujero, pero no escuchó nada.

-Creo que ya es suficiente. Se acabó.- dijo, suspirando de alivio, cuando de repente, escuchó una respiración agitada, una que no era la suya.

Subió el rostro hacia el frente, justo hacia el agujero, cuando vio a la manada de perros horribles gruñirle. Al instante, todos saltaron sobre ella, mordiéndole los brazos, las piernas y la cara.

Gabriela gritó con todas sus fuerzas, el dolor era inimaginable, y en seguida sintió como la sangre emanaba de las heridas, profundas como una herida de puñal. Luego, los perros hicieron lo que a ella se le había pasado por la mente hacía unos minutos, con sus hocicos desfigurados, la tomaron de nuevo y la lanzaron al agujero, de donde unas llamaradas la absorbieron para siempre, junto a su amiga.

El Agujero.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora