Capítulo 18.

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El interior de la habitación estaba pobremente iluminado por una lamparilla de mesa que titilaba de vez en cuando, como cuando está a punto de irse la luz. No sabía bien si entrar completamente en ella y despertar a la señora, aunque era lo que más deseaba en el mundo.

Estaba tan cerca de Luisa Villanueva, de preguntarle como había sido la única sobreviviente de aquella masacre muchos años atrás. Si es que le podría llamar vida a lo que la pobre anciana había tenido luego de ese acontecimiento. Desde que tenía quince años, había estado internada en ese asilo para enfermos mentales, confinada para siempre a no ver el mundo exterior.

Me deslicé en la habitación, sintiendo de inmediato el frío intenso que hacía en su interior. Fue cuando me percaté que la cama en la que se suponía debía estar la señora durmiendo estaba vacía. Fue la primera señal de que algo no andaba bien. No supe si debía hablar, susurrar su nombre para saber en dónde se encontraba, por lo que permanecí en silencio, dando lentamente varios pasos hasta llegar al pie de la cama, donde la intermitente luz me hizo ver que estaba impecable, doblada a la perfección.

Caminé hasta el otro lado de la cama, a donde estaba la mesita de noche y la lámpara, viendo si Luisa se habría caído de la cama, pero tampoco se encontraba allí. El silencio era tan extraño que incluso el sonido de mi respiración era molesto, cuando escuché que habían dos alientos en la habitación, uno mucho más agitado que el mío. Me di la vuelta con rapidez, y fue cuando sentí un intenso dolor a un costado de la cabeza. El golpe me había tomado desprevenida, pero de alguna forma, mi sexto sentido me lo había advertido.

Para ser una señora anciana, Luisa VIllanueva poseía una fuerza tremenda. Estaba de pie, vestida con una bata de hospital, y en su mano drecha tenía un pequeño tubo de algún material que no lograba distinguir debido a la penumbra. Sus grises cabellos eran lacios y largos hasta los codos, haciendola parecer uno de esos espantos de mujeres que se le aparecen a los hombres infieles. Sus carnes eran vigorosas, lo que me dio la impresión que se alimentaba bien. Después de todo, ella no estaba loca, de hecho la consideraba una de las personas más cuerdas y con la que más necesitaba hablar en ese momento.

-¡Fuera, demonio!- exclamó con una voz fuerte y demandante, haciendome estremecer. De pronto, comenzó a hablar en un idioma extraño, mientras me miraba de manera acusadora y penetrante. ¿Qué estaba haciendo?

-Señora Luisa, no soy un demonio. Perdón por haber entrado así a su habitación a estas horas, pero de verdad necesito hablar con usted.- le dije mientras me ponía de pie y me tocaba el lugar donde me había alcanzado el poderoso golpe de Luisa.

Ella de pronto dejó de hablar en el extraño idioma, y me miró de nuevo, pero esta vez de forma interrogante. Alzó una fina ceja y asintió con lentitud. Caminó hacia la cama y se sentó en ella, y le dio un ligero golpe a la lámpara que titilaba, que se acomodó de inmediato.

-Los cuidadores lo hacen a propósito para que los que estamos aquí nos volvamos más locos. A algunos les dan ataques por culpa de las malditas lámparas, pero a mi no. Yo estoy bien cuerda, pero nadie me cree nada de lo que digo. Estoy resignada.- dijo ella, mirando hacia la lámpara. Sin la intermitencia, pude apreciar bien sus facciones. Era una señora de aspecto severo, rasgos fuertes, tal vez españoles. Sus ojos eran color avellana, similares a los de Cintia, mi amiga, la primera víctima del agujero luego de muchos años.

-Y bien, ¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¿Eres una de esas periodistas encubiertas que quieren hacerme preguntas del por qué estoy aquí? ¿Leíste las noticias de los periódicos de hace no se cuánto tiempo?- dijo la mujer, de pronto alterándose.

-No, no soy... Nada de lo que usted dice.- le respondí mientras aún masajeaba el golpe, que de seguro se hincharía en cualquier momento. El dolor me había despertado totalmente, y en una forma algo extraña, había reajustado mis ideas. Era como si necesitara ese golpe.

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