La orquídea negra

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(El Libro del Escritor y Literautas - noviembre 2016)

Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte. Encontré al mío tras perder a mi otra mitad, mientras caminaba por aquella avenida repleta de tráfico.

Me enamoré muy joven, de un hombre atento y amable, que me colmaba de los caprichos y atenciones que jamás había tenido por parte de mi familia; a quienes no me costó repudiar y abandonar cuando desaprobaron nuestro compromiso. Nos casamos cuando cumplí los dieciocho años —siendo mayor de edad, no habría nada que nos lo impidiese— y nos trasladamos de ciudad para empezar una nueva vida, los dos solos. Aquello fue el principio del fin. Pasaba la mayor parte del tiempo trabajando —o eso decía— mientras yo me quedaba al cuidado de una casa que cada vez se me hacía más grande.

Aún recuerdo cuando le dije que necesitaba sentirme útil, encontrar un trabajo y relacionarme con gente de mi entorno. Dijo que lo entendía, pero que mi obligación era estar en casa, esperando a que volviese del trabajo, y siempre dispuesta para darle un hijo, ya que no servía para nada más. Esa fue la primera vez que me dio una paliza. La pesadilla se repetiría cada día durante los siguientes años. Cualquier excusa era buena para molerme a palos —la comida no era de su agrado, la casa no estaba lo suficientemente limpia, no le había hablado de forma correcta o le había mirado mal—, y llevarme al dormitorio para abusar de mí, cansado de que no me quedase embarazada. Estaba loco. No me dejaría marchar.

Decidí quitarme la vida una mañana, aprovechando el respetuoso silencio de mi compañera, la soledad. Me practiqué profundos cortes en los brazos, sin dejar de repetirme que me haría pagar todo lo que había hecho, y mis plegarias fueron escuchadas. Contemple mi cuerpo pálido y desnudo sobre la mesa de autopsias, apreciando todos y cada uno de los moratones que el matrimonio había grabado sobre mi piel; y una incisión en mi vientre. Estaba embarazada.

Acudí a mi funeral días después. Nadie lloró mi pérdida, excepto el hijo de puta de mi marido en su cínico dolor, ante el sacerdote que oraba por mi alma. Dejó caer al foso una orquídea negra y se marchó. Permanecí allí hasta que la tierra terminó de cubrir mi ataúd, maldiciendo a aquel asesino, sabiendo que jamás le perdonaría y que no descansaría en paz hasta verle como estaba yo en ese momento, dentro de una caja.

Vagué errante de ciudad en ciudad, aprovechando mi estado etéreo para mezclarme entre los mortales sin ser vista, parándome frente a los escaparates sin que se apreciara mi reflejo. Y entonces, la vi. Joven y radiante, llena de alegría y vitalidad. Tan parecida a la niña que fui antes de casarme con aquel desgraciado, tan parecida a mí... Grandes y expresivos ojos azules, cabello rubio, nariz achatada y sonrisa inocente.

La observaba al salir de su apartamento, todos los días a la misma hora, y cruzar la calle para caminar a la estación de metro más cercana, con un libro entre las manos. La seguía hasta su lugar de trabajo y le esperaba para volver con ella en el tren, sentándome a su lado si se daba la oportunidad, sin perturbar su momento de lectura, aunque deseaba tocarla. Estudié sus rutinas y su entorno durante meses, para llevar a cabo mi plan. Como yo, tampoco tenía familia. Nadie que fuera a echarle en falta. Había llegado el momento.

Hubo una gran tormenta aquella madrugada. Esperé a que se durmiera, aunque no fue fácil. Se sobresaltaba fácilmente. Finalmente, le venció el sueño y aproveché para desconectar el despertador electrónico que tenía en la mesilla de noche, pensaría que fue provocado por un corte de luz. A la mañana siguiente, el pavimento estaba muy mojado y el tráfico circulaba más lento de lo habitual. Me acerqué a ella para despertarla, poniendo mi mano sobre su brazo para que sintiese mi presencia, mi frialdad. Sobresaltada, miró el reloj de la mesilla, y después el de su muñeca izquierda. Llegaba tarde a trabajar. Se vistió y salió corriendo de casa. Bajó las escaleras y atravesó el portal para cruzar la calle sin detenerse en el semáforo, momento en el que un coche se lo saltó y la atropelló brutalmente.

Los servicios sanitarios no consiguieron reanimarla, y ahí estaba yo, esperando mi momento. La necesitaba para cumplir mi venganza. Acompañé su cadáver durante el traslado a la fosa común —tampoco tenía seguro, lo cual me lo ponía más fácil—, y no podía dejar que se pudriese en cualquier trozo de tierra. Nos fundimos en un solo ser, su cuerpo y mi alma, invadiendo con mi esencia cada centímetro de su piel. Cuando despertó, descubrí que era fuerte y vigorosa, por lo que no tuvimos problemas para escapar de allí sin que se diesen cuenta.

Al día siguiente, nos acercamos a la sucursal bancaria y cancelamos su cuenta, antes de que el certificado de defunción llegase a manos de los directivos —pensarían que retiró el dinero antes de morir—, realizamos una búsqueda en internet para encontrar a mi querido marido y dimos con él sin problemas. Seguía viviendo en el lugar que compartió conmigo tiempo atrás, ni siquiera se había molestado en mudarse y olvidar que su mujer se había quitado la vida entre esas cuatro paredes... Hicimos las maletas y abandonamos el apartamento, alquilamos un coche y salimos en su busca.

Como hice con ella, me tomé mi tiempo antes de planificar su final. Estudiamos sus rutinas y permanecimos aparcadas durante algunos días frente a la puerta de la que también fue mi casa, dando vueltas por los alrededores para no alertar a los vecinos. Una mujer pasaba las noches con él, llegaba y se marchaba, siempre a la misma hora. Después de todo, parecía que no quería comprometerse con nadie más, o que sólo disfrutaba jodiéndome a mí y no a ninguna otra. Era sábado por la noche y bastaba de esperar, faltaba poco para que llegara la amiguita y quería que se encontrase una gran sorpresa.

Estaba convencido de que se trataba de ella cuando toqué al timbre de la puerta, tardó poco en abrir y le saludé con una gran sonrisa. Palideció, no sólo al ver mi presencia, también por la 9mm con la que le apuntaba. «Ni que estuvieses viendo un fantasma», le dije. Le obligué a entrar en casa, con las manos sobre la cabeza, cerrando la puerta tras de mí; le indiqué que caminase de espaldas hacia la cocina y que cogiese un cuchillo. Después le hice ir al dormitorio y que se tumbase sobre la cama, para practicarse los mismos cortes que me llevaron a la muerte. Una disculpa por cada uno, un perdón por cada violación y una súplica por cada golpe recibido. Hubiese sido más sencillo pegarle un tiro, pero quería que su último recuerdo antes de quedarse dormido sobre nuestra cama, fuera el de su difunta esposa sentada a su lado, apuntándole con un arma mientras le obligaba a cortarse las venas —nadie repararía en ello. Total, estaba muerta—. Me quedé allí hasta que exhaló su último hálito de vida y me marché, dejándole una orquídea negra sobre la cama.

Historias de Thai, recopilación de relatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora