(Literautas - junio 2016)
El anciano encontró la llave en el mismo lugar donde la había dejado, hacía cuarenta años. Enterrada en un agujero en la arena, debajo de una piedra cercana a aquella pequeña casa de piedra, que no constaba en ningún Registro de la Propiedad. Ni siquiera su familia sabía de su existencia. Era un milagro que se mantuviese en pie después de tantos años.
Cuando era un chaval, su cabeza le jugaba malas pasadas. Su familia pensaba que, como cualquier niño, tenía un amigo imaginario con quien hablaba. Lo que no podían imaginar, era que se convertiría en un peligro. Se autolesionó varias veces, infligiéndose profundos cortes y graves quemaduras en brazos y piernas, porque su amigo le decía que era divertido.
Sus padres decidieron dejar de hacerse cargo de él al ver que no podrían ser capaces de controlar su fuerza cuando fuese más mayor, y que sus "travesuras" eran cada vez más elaboradas; llegando a temer por la integridad de sus dos hijos pequeños. Pero claro, el pobre chaval no hacía nada malo. No era capaz de distinguir lo que estaba bien de lo que estaba mal. Cómo iba distinguirlo si las voces que le decían que hiciera esas cosas eran las mismas que le cantaban para dormirse por las noches...
Dejaron de ir a visitarle al hospital psiquiátrico donde le ingresaron, mientras las melodías que sonaban en su pensamiento se disipaban lentamente. Con el tiempo, se fueron tornando en vagos susurros ocasionales, y cada vez menos dañinos consigo mismo y con los demás; fruto de los correctivos que le aplicaban y de la mezcla de medicamentos diaria. Sus padres hubiesen estado muy orgullosos de él, si les hubiesen localizado para ir a recogerle aquella tarde de marzo, cuando recibió el alta. Se les había tragado la tierra.
Se marchó con lo puesto, con un par de prendas que los familiares del resto de enfermos donaban al hospital, y caminó sin rumbo hasta alejarse de aquel lugar apartado del resto del mundo. Recorrió el inmenso pinar que rodeaba el que había sido su hogar por tantos años, hasta que encontró la casa de piedra, a la que ahora regresaba para poder descansar. Su refugio.
Allí no había nada, salvo soledad y algunos muebles viejos con los que el tiempo había sido piadoso. Permaneció sentado en su butacón de cuadros escoceses frente a la chimenea deslustrada y llena de cenizas; como la evolución de su memoria en los últimos meses, cuando le diagnosticaron esa enfermedad tan injusta llamada Alzheimer. De nuevo, su cabeza le jugaba una mala pasada.
Los médicos dijeron que el deterioro que experimentan estos pacientes es progresivo a la par que letal. Cada vez se encontraba más cansado y apático. Apenas recordaba lo que había desayunado esa misma mañana o podía abrocharse los cordones de los zapatos. Lo que no soportaba eran las miras lastimeras de su mujer y sus hijos. Él, que siempre había sido un hombre vital y había hecho lo que le daba la gana, sentía que se apagaba a pasos agigantados.
Sabía que pronto no sería capaz de recordar ni el nombre de sus nietos, ni la ruta por la que saca a pasear al perro, ni el camino del salón al aseo. Es más, ni siquiera le dejarían salir a la calle. Y así seguiría hasta que no pudiese hacer nada por si mismo, y tuviese que depender de cualquiera hasta para comer. Su pensamiento le consumía más que la propia enfermedad. Y las voces habían regresado.
Recordó a sus padres y a sus hermanos, a quienes hizo tanto daño; y se puso a llorar como el niño atormentado que fue. También, aquella noche de verano en que conoció a su mujer; y los rostros de sus hijos al nacer. En cambio, los de sus nietos eran vagas sombras difuminadas en un lienzo gris. No quería lastimarles, ni volver a ser un peligro para nadie; ya que cada vez era más difícil acallar su pensamiento.
Se levantó del butacón. Con caminar lento e inestable, fue a la encimera de la cocina para coger su chaqueta; y sacó un bote de pastillas. Si sus viejas manos de anciano decrépito le hubiesen permitido sujetar con firmeza la escopeta que permanecía colgada en una de las paredes de la casa, no hubiese hecho falta tanta espera.
Aumentaba la ingesta del medicamento para conseguir ese dulce adormecimiento que empezaba a experimentar, para que la muerte no jugase con su vida. Tenía derecho a decidir cómo poner fin a su existencia. Y así lo hizo.
Unos días después, la policía inició la búsqueda de aquel anciano desaparecido. Su familia denunció que llevaba dos días fuera de casa, que padecía Alzheimer, y que necesitaba tomar medicación.
Finalmente, le encontraron en aquella casa abandonada, tendido en el suelo y con el bote de pastillas en la mano; entre montones de restos humanos.
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Historias de Thai, recopilación de relatos
AcakRelatos publicados en la página https://historiasdethaisite.wordpress.com/