Campamento de verano

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—Cuéntamela otra vez.

—¿No te cansas de escucharla?

—No. Por favor...

—Está bien... —suspiro.

La primera noche hacíamos una hoguera de bienvenida, y nos sentábamos a cenar, tomar refrescos y cantar con la guitarra, algo que me parecía ridículo. Hice acto de presencia el tiempo suficiente como para que no reparasen en mi ausencia poco después. Fui a la cabaña a por mis cosas y me encaminé hacia la salida, pero una voz me detuvo:

—¿Dónde vas, jovencita? No estarás pensando escaparte, ¿verdad?

Me pilló uno de los monitores. Jamás le había visto antes.

—No me gusta este sitio. Vengo todos los veranos desde que tengo seis años y estoy harta. Mis padres me obligan a estar aquí...

—Vaya... Entiendo... A mí también. «No puedes pasarte todo el verano sin hacer nada» bla, bla, bla... «Búscate un trabajo» bla, bla, bla... Y aquí estoy.

—¿No hubieses preferido trabajar de pizzero o en un burguer?

—¡Nah! Aquí no huele a fritanga... Menos en la hoguera, claro.

Mi timidez siempre había impedido acercarme a cualquier chico, pero en esa ocasión él se acercó a mí. Y sorprendentemente, me hizo reír. Se apostó algo conmigo: prometió que si me quedaba cada noche sería diferente y que si había una sola en la que no me hiciese reír, entonces podría marcharme. Acepté y no fracasó. Estaba claro que nadie debía enterarse de que nos veíamos a escondidas, pues podrían echarle del trabajo, pero nos las apañamos bien. Aprovechábamos las distracciones durante la cena para irnos al lago, y nos tirábamos sobre la hierba con un par de mantas. Me contaba historias sobre las estrellas que veíamos en el cielo, la mayoría se las inventaba; me escribía cartas que leía en voz alta, a veces con rimas absurdas que le convertían en todo un poeta; y descubrí que tocar la guitarra no resultaba ridículo cuando lo hacía él...

Pero el verano terminó y regresé a casa. Contuve las ganas de llorar hasta que pude encerrarme en mi habitación. «¿No decías que odiabas el campamento?», me dijo tu abuela, que sabía perfectamente lo que me pasaba aunque no le hubiese contado nada. ¿Sabes lo peor? Que a ninguno de los dos tuvimos la idea de pedirnos la dirección para escribirnos... Tocaba pasar página y las clases empezaron semanas después. Yo aún seguía desanimada y sin ganas de regresar a la rutina, pero qué otra cosa podía hacer... El primer día, la profesora nos presentó a un alumno nuevo. Se llamaba Christian Taylor...»

Me mira emocionada, con ojos vidriosos. Dice que nunca había escuchado una historia tan bonita como la nuestra y le gustaría que siguiese, pero tenemos que irnos. Nos espera una tarde muy intensa y si nos quedamos, no llegaremos a tiempo. Estoy convencida de que lloraré yo más que ella.

—¿Dónde vais, jovencitas?

—A la última prueba de mi traje de novia, papá.

—Vaya... Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? —me mira, y yo asiento con la cabeza porque soy incapaz de hablar— Seguro que ya te estaba contando la historia otra vez.

—¡Ay! ¡Me encanta escucharla! Me parece tan romántica...

—Sólo te ha contado el principio. —dice, guiñándole un ojo.

Nos montamos en el coche y nos miramos. Sonríe, radiante de felicidad. Ha tenido la inmensa suerte de encontrar un hombre que la cuide y la quiera, como me pasó a mí. Pienso en lo afortunada que soy por conservar tantos bonitos recuerdos, y espero que ella tenga tantos o más que yo.


Texto presentado en Literautas bajo las siguientes restricciones: escribir un relato que contenga las palabras campamento, poeta y recuerdos, además de escribir el relato sin emplear el verbo "ser" en ninguna de sus conjugaciones

Historias de Thai, recopilación de relatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora