Listos para el postre

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(El Libro del Escritor y Literautas - octubre 2016)

Aquella noche no fue distinta a las demás, hicimos lo mismo que cada año, era una especie de tradición familiar. Desde que nos mudamos a esta ciudad cuando éramos pequeños, nuestros vecinos siempre fueron muy atentos con nosotros. Vivían en la casa de al lado, puerta con puerta. Eran los abuelos que nunca tuvimos. Mi hermano y yo pasábamos las tardes en su casa, merendando pan con chocolate, hasta que nuestros padres llegaban de trabajar.

El señor Villar tenía una colección de obras de la literatura universal y nos leía novelas de Verne, Dumas y Quevedo, entre otros. Nos encantaba pasarnos las horas muertas escuchándole contar aquellas historias, pero cuando más disfrutábamos era la noche de Todos Los Santos. Por la tarde, la señora González se preparaba para hacer los riquísimos panellets que tanto le gustaban a su marido, y yo me pasaba para ayudarle; después de cenar con nuestros padres, íbamos a su casa para comerlos y nos sentábamos a oscuras en la sala de estar para leer historias de Poe y pasajes de Don Juan Tenorio.

Murió a principios de año y la su mujer cayó en una gran tristeza. Nosotros, como no iba a ser menos, le apoyamos en todo lo que necesitó hasta que poco a poco fue recuperando la energía que siempre le caracterizó, pero se acercaba la noche de Todos los Santos y estaba especialmente melancólica. No sabíamos qué pasaría ahora que se había quedado viuda; sin embargo, nos sorprendió cuando llamó a nuestra puerta y nos invitó a tomar el postre esa noche, continuando con la tradición.

Llegada la tarde, me pasé por su casa y fuimos directas a la cocina, donde esperaba el libro de recetas abierto por la página de la elaboración de estos dulces típicos, y unas patatas cociendo en una cazuela grande. Después, las dejamos enfriar y las quitamos la piel para triturarlas en un bol hasta hacerlas puré, echamos azúcar molido y fuimos mezclando los ingredientes con tenedores. Cuando espesó, la amasamos con las manos. Solo quedaba meterla en la nevera para que enfriase y el resto era cosa suya. Me despedí, recordándole que no se olvidase de tirar la basura, porque se había vuelto un tanto despistada y en la cocina olía un poco mal.

—Gracias, hija —dijo—. Os espero esta noche. No será lo mismo sin las historias de mi querido Luis pero qué le vamos a hacer...

Me dio mucha pena, iba a ser duro para ella pasar la primera noche de Los Santos sin su marido; y también lo sería para mi hermano y para mí. Habíamos hecho planes para esa noche, nos tomaríamos el postre y luego iríamos de fiesta con unos amigos. Mis padres se quedarían con ella un poco más, haciéndole compañía. Después de cenar, llamamos a su puerta. Tardó un poco en abrir e imaginamos que estaría en el servicio, al final del pasillo y lejos de la entrada; además, achacaba algunos problemas de movilidad y cada vez caminaba más despacio. Nos recibió con la alegría que le caracterizaba, invitándonos a pasar. Parecía contenta, o al menos lo simulaba muy bien.

—¿Y Katy? —le preguntó mi hermano, al ver que la gata no había salido a recibirle. Yo odio a esos bichos pero a él le encantan, y debe ser la única persona por la que se deja acariciar.

—Estará escondida en alguna habitación, ya sabes cómo es. —se rió, restándole importancia.

Nos acompañó hasta el salón y nos invitó a sentarnos a la mesa, marchándose con paso lento hacia la cocina.

—¿Necesita que le ayude? —preguntó mi madre.

—No, hija. No hace falta. Ahora mismo vuelvo.

Mis padres se miraron y se sonrieron de forma lastimera, seguramente pensaban "pobrecilla". Mi hermano me dio unos golpecitos en el brazo para que le prestase atención, y me señaló con la cabeza una de las estanterías. Había una fotografía en blanco y negro del señor Villar cuando era joven, vestido con un traje muy elegante, que quizá fuese del día de su boda; rodeada por pequeñas velas encendidas.

—Qué mal rollo... —me dijo en voz baja.

—¡No digas eso! —le reprendí.

—Tu hermana tiene razón —dijo mi padre—. Pasemos la noche como siempre, ¿de acuerdo?

En ese momento, la señora González apareció con una fuente grande, tapada con servilletas negras. Parecía que pesaba bastante y mi padre se levantó para cogerla y dejarla en la mesa, para que pudiese sentarse:

—Muchas gracias, hijo. Estas viejas manos han perdido mucha fuerza... —dijo, y se giró a mirar el retrato de su marido— ¡Ay que ver...! Con lo que te gustaba esta noche y fíjate dónde estás...

—¡No diga eso, mujer! —le dijo mi madre, cogiéndole de la mano— Seguro que nos está viendo.

Miró la silla vacía del otro extremo de la mesa, sitio que todos guardamos por respeto y lugar donde se sentaba su difunto marido para presidir las celebraciones. Sonrió y dijo:

—Está aquí.

Destapó la bandeja y se dispuso a servirnos mientras un escalofrío me recorría el cuerpo desde la cabeza a los pies. Estaba deseando hincarle el diente a esos deliciosos panellets de piñones pero antes debía terminar de colocar la mesa y servirlos como Dios manda. Nos puso un plato a cada uno y nos colocó cinco dulces, incluido en el sitio que ocupaba el señor Villar en vida.

—Los he hecho como te gustan, con mucha almendra —dijo a la silla vacía. Supongo que cada uno tiene presentes a sus difuntos como quiere, pero empezaba a pensar como mi hermano...—¡Venga! ¡Todos a comer! -nos animó al salir de ese breve trance.

No lo vi del todo normal pero tampoco me pareció extraño que actuase de esa forma, dirigiéndose a su marido como si estuviese presente. No le di importancia y empecé a saborear los dulces, llevándomelos a la boca casi con ansia, hasta que comencé a encontrarme mal.

Sentí un enorme peso sobre la cabeza, una sensación de ingravidez descontrolada. El salón me daba vueltas y las paredes se me echaban encima, mientras mi familia y la señora González me miraban, y donde debían encontrarse sus ojos había dos profundos agujeros negros.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, acercándose. Su cara había desaparecido, dejando ver unas facciones espectrales que me dieron mucho miedo, y de las que intentaba apartarme a toda costa. Quería salir de allí pero mi cuerpo no reaccionaba—Será una bajada de azúcar. Come. —dijo.

Bajé la vista hacia el plato y cogí uno de los dulces que me quedaban, dándole un mordisco. Noté una textura viscosa y salada dentro de la boca que me produjo arcadas, escupiendo sobre el plato. Era sangre mezclada con la masa del postre. Miré la bandeja con el resto de los postres y los platos, viendo como empezaba a brotar sangre del interior de cada uno, tiñendo el mantel, mientras mis padres y mi hermano seguían devorándolos con gusto.

—¿No comes? —me preguntó, con la barbilla chorreante de aquel líquido rojizo y los ojos hundidos.

Mirase donde mirase, lo invadía todo. Las paredes, el suelo, incluso goteaba de la lámpara que decoraba el centro del salón. Incluso brotaba del retrato del señor Villar. Cerré los ojos, confiando que al abrirlos todo hubiese pasado, pero le vi... Estaba vivo y sostenía un cuchillo. Gritaba, mientras me apuñalaba el pecho con saña. Solté un alarido desgarrador y me desperté atada en la cama de un hospital.

—¡Yo no estoy loca! —grité. Mi madre entró corriendo a la habitación, llamando a las enfermeras y hablándome para que me tranquilizase, pero aún les veía con los ojos hundidos— ¡No me toquéis! ¡Dejadme!

—¡Todo el mundo fuera! —gritó un doctor, que entró en la habitación al escuchar el escándalo. Cuando consiguió que se marchasen, me administró un calmante y pude verle la cara con normalidad. Me pidió que le explicase lo que había sucedido para que me encontrase en esta situación. Al principio tenía miedo de que no me creyese y que me dejase ingresada en el Psiquiátrico, pero nada más lejos de la realidad—Has sufrido alucinaciones debido a una intoxicación medicamentosa.

Al parecer, la señora González tenía prescrito un tratamiento para combatir un trastorno esquizofrénico leve, que empezó a padecer tras la muerte de su marido, y que nos administró mezclado en los dulces. Todos los miembros de mi familia nos vimos afectados, pero mi organismo se mostró más sensible al medicamento, sufriendo una crisis severa.

—Pero había sangre por todas partes... ¡Hasta en los postres!

—Eso es lo único de real en toda esta historia. Los análisis muestran que la sangre era de algún tipo de animal.

—No se lo diga a mi hermano, por favor. Pobre Katy...

Historias de Thai, recopilación de relatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora