Robert me sugirió que me sentase en un banco de madera, que estaba pegado a la pared. Alrededor de este había unas flores de diversos colores que no supe identificar, sin embargo me pareció que daban un toque acogedor a aquel rincón del exterior de la casa.
—Bueno Lebrel... ya pasó bastante desde que escapamos de la ciudad...— No le dejé continuar.
—Antes de nada, Robert, debo decirte que... que no recuerdo nada de lo que pudo pasar después de que me hubieran encerrado en la cárcel — me miró extrañado. Yo me rasqué la nuca, tratando de buscar las palabras para expresarme —. Ya... ya sé que es raro, pero de verdad que lo he intentado. Quizás sea buena idea empezar por ahí...
Robert asintió despacio, tratando de entender por qué no recordaba de lo sucedido. Tras unos segundos de reflexión comenzó a hablar.
—Perdiste mucha sangre, Lebrelillo, puede que haya sido eso, no te llegó demasiada aquí — dijo señalando su cabeza, tocándosela repetidas veces.
Dicho esto, me comenzó a contar que habían atacado la ciudad Norte y la nuestra, que habíamos logrado salir de allí gracias a mi arriesgada idea de entrar en el establo en llamas y que fue cuando ya habíamos montado dispuestos a huir cuando me alcanzó una flecha en el costado.
—Por suerte, horas después pasaron estas señoritas, quien ahora nos acogen y nos cuidan. Yo casi estaba desvanecido para cuando llegaron. Dijeron que tu torniquete me salvó de desangrarme... te debo una, chico.
Los recuerdos empezaron golpear mi cabeza con fiereza. Al principio, sólo eran imágenes que iban y venían por mi mente, difuminadas, sin orden coherente. Me sentí algo mareado y cansado. Poco a poco, todas estas fueron aclarándose, cobrando sentido. Es verdad... menos mal que se me pasó por la cabeza hacerle el torniquete aquel a Robert. Al cabo de unos minutos tratando de ordenar lo que mi cabeza había recordado, logré hablar.
—Me alegra saber que por fin te devuelvo una de todas las que te debo yo a ti — sonreí y miré al suelo. Unos suaves pétalos lo adornaban, delicados. Cuando el viento soplaba, se llevaba algunos del suelo a unos metros de nosotros, mientras que arrancaba de las flores otros que se posaban a nuestros pies.
—No me hubiera perdonado que te pasará algo, Lebrel... — me puso su mano en mi hombro, apretándolo un poco, como una señal de cariño. Sonreía amargamente con una expresión triste, que se reflejaba sobre todo en el brillo de sus ojos.
—Venga ya, Robert — le sonreí lo máximo que pude, tratando de que no se me notase que sus palabras me habían llegado muy adentro —. Si estoy vivo es gracias a ti. Me sacaste de aquella celda. ¡Y no sólo a mí! También a aquellas pobres mujeres... eres todo un ejemplo a seguir...
Robert sonreía ampliamente. Las arrugas de su cara se acentuaron ante este gesto y sus labios se quedaron en una fina línea.
No me había dado cuenta de cuánto había envejecido mi amigo en todos estos años.
Robert quitó su mano de mi hombro, para juntarla con la otra y mirar el campo. Era un tranquilo anochecer. Respiré hondo.
Sin dejar de mirar al crepúsculo, me atreví a preguntar lo que no me había atrevido a hacer antes.
—Robert... ¿Cuánto tiempo he dormido?
Frotó sus manos, y respiró fuerte.
—Dos meses y medio, casi tres — mi expresión se volvió más seria.
Eso es más de lo que pensaba...
— ¿Y la guerra? — pregunté sin mirarle — eso no me lo has contado —. Le acusé. Sonó algo duro, quizás demasiado para el tema delicado que íbamos a conversar.
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La sombra de él.
AventuraÉl lo tuvo todo en sus manos para perderlo, acabando por ser el "estercolero". Pero eso pronto cambiaría cuando decidió coger las riendas de su destino y cambiar el reino que una vez tanto quiso.