Desde fuera de la enfermería de la sede de la Port Mafia, Dazai y Mori ya habían adivinado la llegada inminente de Chuuya gracias a sus correteos inquietos y a sus alegres llamadas. El niño clamaba el nombre del otro infante, sonando su voz contenta e ilusionada. Ninguno le dio a aquello más importancia de la que tenía. De hecho, ninguno dijo nada hasta que no llegó. Ougai se mantuvo impasible mientras curaba las más recientes heridas de Osamu con un algodón empapado en desinfectante. Cuando se lo acercó a los raspones que tenía en el rostro por haber caído de cara, el pequeño apretó los dientes para contener un quejido. Ya había tratado los de sus rodillas, articulaciones que ahora estaban cubiertas por tiritas la izquierda y una venda nueva la derecha. Por las quemaduras, siempre llevaba las dos extremidades derechas vendadas, pero había tenido que renovarlas, visto lo que sangraban aquellos cortes. Parte de las pequeñas manitas del niño también mostraban heridas, pero la gravedad de estas era nula. Mori suspiró, tratando de ser lo más cuidadoso posible y no hacerle demasiado daño con el agua oxigenada. El médico todavía no terminaba de explicarse la procedencia de esas heridas, sobre todo teniendo en cuenta las costumbres sedentarias y perezosas de Dazai. Con lo difícil que era apartarlo de los libros, que vivía con la nariz metida en ellos. Parecía que cada vez que dejaba el mundo de las letras era para terminar con algún nuevo raspón o arañazo, o con cientos de estos. ¿Cómo lo hacía? Eso era inexplicable, se caía y se tropezaba incluso con sus propios pies. Y habiendo perros cerca ni hablemos de lo que podría ocurrir. En aquellos momentos o Chuuya -que había acabado, a petición de Mori, casi convirtiéndose en su guardián- o Hirotsu debían estar cerca para cuidar del moreno. Sino, no había manera de garantizar su seguridad o la del pobre bicho que se le cruzase.
Nakahara entró en la enfermería con una sonrisa dibujada tanto en sus labios como en sus brillantes ojos azules. Por estar Ougai tratando su mejilla, Osamu no pudo mover en exceso la cabeza para contemplar al recién llegado. Sólo sus ojos de búho lo miraron, tan inexpresivos como siempre eran. Desde la primera vez que lo vio, Chuuya sabía que algo raro pasaba con esos ojos. En casi dos años no habían cambiado nada, no se había mellado ni un ápice su frialdad. Y a pesar de ser muchísimo más inocente que su esporádico compañero de juegos, el pelirrojo sabía que esos ojos no eran los que debería tener un niño de siete, casi ocho, años. Esa mirada no era normal, estaba seguro. Seguridad cuya posesión le inquietaba tener.
-¡Mira, Osamu! -Exclamó contento el pequeño Nakahara, cogiendo con sus manitas enguantadas el sombrero recién estrenado que cubría su coronilla-. ¡Anee-sama me lo ha regalado! ¿Qué te parece?
-Pues que es un sombrero. -Contestó Dazai para, acto seguido, quejarse por el escozor-. Duele...
-Si no fueses tan descuidado, no te dolería. -Habló Mori con tranquilidad, colocándole un esparadrapo en la mejilla.
-Y torpe. -Añadió Chuuya, burlón en cierta medida.
-Y torpe. -Corroboró Ougai.
-¡Oye! -Exclamó molesto el más pequeño de los niños, frunciendo el ceño e inflando el moflete sano-. No fue culpa mía, tropecé.
-Me gustaría saber con qué demonios tropezaste para llegar con la cara y las rodillas llenas de sangre. -Comentó Mori, enarcando una ceja al terminar de curar al crío-. Tienes que tener más cuidado, Osamu-kun. Algún día vas a hacerte una herida seria. Y si eso ocurre, te va a caer una buena bronca.
El menor se encogió de hombros y se bajó de la camilla de un saltito. Su cabeza no maduraría más, por eso sus ideas eran similares a las que tendría en un futuro. Desde su perspectiva, lo peor que le podía pasar era morirse, y tampoco le parecía tan malo. Y, de alguna curiosa manera, tanto Mori como Nakahara intuían instintivamente estos macabros pensamientos, pero preferían ignorarlos. Tratar de descifrar el razonamiento de Dazai era como intentar encontrarle sentido a las declaraciones de un esquizofrénico.
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Mafia Black [BSD fanfic]
Fanfic"Con sólo la luz de la luna iluminándolo, miraba al calmado mar de Yokohama desde aquel balcón. En su mano se consumía lentamente un cigarro de la marca que ese hombre alguna vez fumó. No había llegado a darle ni una triste calada. Sus ojos castaños...