Regina

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Sabía que se me consideraba una mujer fría, cínica y sin corazón, lo sabía perfectamente. Y mi pasatiempo más divertido, además de volver la vida imposible a los inquilinos del edificio, era llamar la atención de Emma, la única que lograba enfrentarse a mí en ese lugar. La única con sangre en las venas que se atrevía a decir que mis reclamaciones eran exageradas la mayoría de las veces. Pero adoraba cuando se enfadaba.

Había llegado al edificio cinco meses antes, con una mochila grande y una chaqueta de cuero roja. Ojos azules, cabellos dorados. Una visión celestial. Yo sabía desde hace tiempo que las mujeres no me eran indiferentes, pero ella...ella lograba sobresaltarme solo con mirarme o insultarme.

Pero me escondo un as bajo la manga: no lo demuestro. Soy capaz de sostener la más feroz de las peleas porque nunca he dicho o he hecho notar que tuviera una debilidad hacia la rubia. Sobre todo cuando ella no parecía demostrar ningún interés ni por mí ni por las otras mujeres. Un punto a su favor.

Me miro una última vez en el espejo antes de echarme dos gotas de perfume y salir de casa. Cierro ruidosamente la puerta y bajo a pie los tres pisos que me separan del vestíbulo, con el bolso, en el que había metido las llaves, en el hombro. Recorro el largo pasillo que bordea el ascensor y siento ya a la gente murmurar a lo lejos. Tengo mi discurso preparado y estoy pisando el umbral, dispuesta a buscarla con la mirada, cuando encuentro un obstáculo en el camino. Bajo la mirada: un brazo había tocado mi abdomen y...reconozco al vuelo aquella chaqueta

Es ella. Baja el brazo antes de mirarme. Cruzo los brazos bajo el pecho.

«La reina de los infiernos se ha dignado a presentarse»

Odiaba cuando me llamaban así. Lo odiaba profundamente. Hay un millón de términos que pueden definirme: vieja bruja, Morticia Adams, o también Miércoles, Maléfica de negro, Voldemort, también Jane (amadísimos Volturi, criaturas adorables los vampiros) Pero odiaba que mi nombre fuese asociado a aquella estúpida frase.

Empiezo a respirar más rápidamente cuando me doy cuenta de que se ha quedado parada mirándome. Comienza por mis pies hasta llegar a mi escote. ¿Por qué me miraba? ¿Desde cuándo esa mujer se interesaba en mirarme de ese modo?

«¿Se ha quedado sin palabras? ¿El gato le ha comido la lengua?»

Su voz, demasiado fascinante, me da el golpe de gracia, sentida a esa distancia demasiado cercana, sin oídos y ojos extraños que nos miraran, como solía pasar en las reuniones semanales.

Siento los oídos zumbar.

No logro quedarme quieta. La rigidez con la que mantenía los brazos bajo el pecho desaparece, y los ojos comienzan a picar: lágrimas. No separo los ojos de los suyos, ojos que me recuerdan a alguien. Y ella parece no querer ceder en la mirada. Da un paso hacia mí. Quiero quedarme quieta, pero mi cuerpo no. Retrocedo y antes de que pueda decir cualquier otra cosa, me giro velozmente, haciendo repiquetear los zapatos en el suelo. Me llevo las manos al cabello, repitiéndome que mantuviera la calma. Subo las escaleras a una velocidad que no creía posible y con las manos aun temblorosas llego a mi planta, a mi puerta, a mi casa.

La puerta golpea de nuevo. Aquella mirada, el tono de su voz mientras se reía de mí. Los ojos eran iguales a los suyos.

¿Qué diablos me había pasado? ¿Por qué el corazón había hecho un ruido sordo para después comenzar a latir alocadamente? Me quito los zapatos en la entrada y camino sobre el helado suelo de mármol hasta llegar a la cocina. Cojo la garrafa de agua y me sirvo un vaso.

Las manos continúan temblando y los temblores me recorren todo el cuerpo. Una lágrima baja por mi mejilla. La enjugo.

Timbre.

For fair, for loveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora