Regina

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Esa noche no había dormido. Daba vueltas y vueltas entre las blancas sábanas, buscando un motivo válido por el cual había entrado en su casa. Continuaba sin tener sentido. Ni la timidez hacia ella (nunca había sido tímida) ni el no lograr dormir. Sí, quería hacer algo bonito por ella, dada su amabilidad del otro día, pero ¡mi mermelada! Nadie la conocía, nunca se la había dado a probar a ningún amante, hombre o mujer, porque sabía que eran pasajeros en mi vida.

No. Una persona la había probado.

Henry.

Pero era mi hijo.

O mejor dicho lo había sido durante aquellos años en que lo tuve en acogida. Después, la madre biológica había vuelto a llevárselo. Y mis mermeladas habían vuelto a su lugar. Sobre el aparador, en la cocina.

Esos pensamientos me dolían. Pero no lograba sacarme de la cabeza aquellos ojos verdes como el mar que me miraban con tanta inocencia. No lograba sacarme de mi nariz el olor de su suéter. Me había hecho de repente sentirme en casa.

¿Era tan evidente mi deseo de ver dónde vivía? ¿No era la mujer más enigmática del planeta? (definición del mediocre ser de sexo masculino con el que encontré oportuno compartir mi cama al menos una vez)

Aquel suéter, demasiado grande para ella...la iluminaba. Parecía una niña. Sus cabellos dorados le caían por los hombros...y las manos. Largas, sutiles, afiladas. Bellísimas. Las había podido observar mejor cuando intentaba abrir el frasco de mermelada. Intentaba mirar hacia otro lado, pero cuanto más me imponía no mirarla con insistente mirada, menos lo lograba.

Podía controlar la expresión del rostro (quizás), pero no quería dejar de mirarla. Podía ser la última vez que tuviésemos un encuentro y...aquellos horribles calcetines rojos de algodón. Solo su fealdad podía distraerme de sus piernas. Habría sido mejor que se hubiera dejado puesto aquellos pantalones anchos y de no se sabe qué color con los que me había abierto la puerta la primera vez para después cerrármela en la cara. En efecto, me había quedado mal, pero los veloces pasos que había escuchado después me habían ayudado a comprender que volvería a abrirme.

Con los pantalones anchos me habría sido más fácil dejar de mirarle las piernas. En cambio las había vestido con unos leggins ceñidos y...¡por Dios, no soy ciega! Se veía la rodilla. Los huesos de la rodilla. ¿Podría sentirme atraída por sus rodillas?

Solo el té, por otra parte pésimo, me distraía la atención.

Pero después se tocaba el pelo y yo debía recomenzar desde el principio. Hablemos de su cuello. De sus hombros. La piel blanca (no habría tira del sujetador y eso me llevaba a tener pensamientos de todo tipo menos castos) parecía decir cómeme.

Quizás había comprendido que me rondaba esa idea por la cabeza: comerla.

Derechas, sentadas en el sofá, estábamos incómodas. Ella estaba incómoda. Oh, se veía. Se tocaba el pelo y cuando había probado la mermelada parecía de verdad asustada de que la hubiese envenenado.

No sé por qué se la di a probar a ella.

No sé por qué había permitido que conociera eso de mí. Tenía la extraña sensación que de un modo u otro no se habría marchado.

Cosa que en cambio sí hice yo. Todo en aquella casa me gustaba, además de ella, obviamente, y no quería de ningún modo convertirme en dependiente de la enésima ráfaga de champú proveniente de sus cabellos, así que decidí marcharme, convencida de que mis manos no habrían podido hacer menos que rozarla, aunque solo fuera para sentir el calor de su piel.

Y una vez más me asombré. Alarga la mano derecha para despedirse y...que tonta. Estrechar la mano era un gesto de cortesía, habría podido pensarlo antes. Pero ese deseo viene interrumpido por una sacudida ante nuestro contacto. Había dolido mucho...y nos había hecho reír de gusto. Ella reía con cada parte del cuerpo. Se había doblado un poco hacia atrás con el busto para después ponerse una mano en la boca. No debería esconder esa boca.

For fair, for loveDonde viven las historias. Descúbrelo ahora