02 | Cincuenta y siete segundos

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Pasan los minutos, las horas, los días. Y todo sigue igual. Las personas siguen sentadas en sus asientos ya mugrientos, los equipajes no se mueven de su estante, por encima de sus cabezas. Fuera, las estaciones van pasando, como las golondrinas del poema de Bécquer. Luces encendidas que huyen de nuestras miradas perdidas. Nubarrones negros tapando las estrellas, que impiden ver cómo el universo es tan o más estático que este tren. Árboles fugaces, coches aparcados que corren más que nosotros y baldosas amarillas en un suelo encharcado, que huyen en dirección contraria.

Se acerca nuestra estación, me aterra bajar y encontrarme con el mundo cara a cara. Un mundo en movimiento, más rápido que esos coches, esas nubes o incluso que las farolas. Un mundo en el que es fácil perderse, pero en el que uno siempre se encuentra.

Llegamos a la estación. Acostumbrarse no es tan malo, podría ser peor. El sentimiento de pérdida es irremediable, pero uno aprende a ignorarlo.

Cincuenta y siete segundos han pasado desde que llegué.

Pero parece que el mundo no quiere ponérmelo fácil. El pitido en mis oídos no cesa, el dolor es cegador y no puedo hacer más que sentarme.

Me hago un ovillo en un banco de metal, abrazo mis rodillas y hundo la cara ellas, mientras la lluvia cae alrededor. Quiero irme, huir de la realidad.

Y aparece un tren, que me acoge en su vientre cálido. Y me lleva al renacer de mi vida, en otro mundo más grande, más frío y más oscuro, en el que me voy a perder con más facilidad. Pero dicen que ahí me voy a encontrar a mí y voy a encontrar respuestas para las preguntas del universo, que se mantiene casi tan estático como yo.


Bittersweet fairytalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora