Sueños desvanecidos

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RETO 2. Imagina la pareja de tus sueños. Escribe una escena en la que te dé asco.

La cafetería olía a croissants recién hechos. Y a chocolate. Olía muchísimo a chocolate. Las mesas estaban colocadas de forma aleatoria creando una composición estética muy bonita en el desorden. El ventanal que daba a la calle adoquinada estaba perfectamente limpio y las cortinas caían a lado y lado, con sus estampados de flores que parecían brotar del suelo, cubriendo ligeramente el cristal.

Fuera, llovía con intensidad. Por suerte, o por desgracia, la camarera había usado el toldo para evitar ensuciar el cristal con la lluvia.

Yo esperaba paciente en la última mesa. Estaba de espaldas a la pared, con la cabeza apoyada en el cristal observando las lejanas gotas de lluvia. Escuchaba el repicar constante en la tela blanca y verde pastel del toldo, sentía los truenos a través del cristal quejándose al temblar. Veía algún que otro rayo, más fugaz que la estrella más rápida, que dejaba una estela de incertidumbre dibujada en el cielo.

Delante de mí, de espaldas, había un chico. Parecía joven.

¿Cuándo había entrado? No me había fijado. Estaba más pendiente de mi desayuno que nunca llegaba que no de la muchedumbre que entraba y salía, bulliciosa, de aquél lugar.

Estaba solo. Delante de él, se extendían un ordenador portátil, algunas hojas tan o más desordenadas que las mesas de la cafetería y un montón de bolígrafos de colores.

Estaba escribiendo.

Desde mi perspectiva, poco llegaba a leer. Tenía un documento de Word abierto, algunas redes sociales a las que iba cambiando, despistado. Procrastinaba tanto o más que yo, en Facebook, Twitter y Wattpad.

Y luego estaban las hojas en la mesa. Había toneladas de tinta impresa sobre hojas recicladas. Párrafos y párrafos de interminable novela o, tal vez, innumerables poemas dedicados a quién sabe qué. Pero no estaba segura de nada de aquello, apenas alcanzaba a ver.

Abrió otra vez el documento de texto en el ordenador. En letras grandes y en negrita rezaba un majestuoso: capítulo ocho. Debajo, la hoja estaba en blanco. El cursor parpadeaba en la pantalla, justo por debajo del título.

Y empezó a escribir. Como si fuera magia, las palabras brotaban de sus manos. Parecía que no pensaba lo que escribía; aporreaba el teclado con pasión, como quien hace el amor salvajemente con las palabras, ahí, a plena luz del día. Como el que prefiere el café intenso y no el té a medianoche. Parecía aquél que se subiría a la montaña rusa más alta del mundo sólo para marearse y repetir hasta vomitar.

Parecía alguien intenso, alguien cuyas palabras le hacían salvajemente sexy.

Y en el punto álgido, cuando mis labios temblaban de emoción y mi pulso estaba acelerado, deseando leer sus palabras, sumergirme en su destreza y que me tocara con la misma pasión con la que escribía, una sonora flatulencia inundó mi mesa y alcanzó mi rostro.

Asqueada, me eché para atrás. Miré a ambos lados, pidiendo socorro con la mirada a la amable camarera. Me trajo un chocolate y un croissant y lo tendió, allí, donde el pedo del muchacho había inundado con su presencia.

El chico se giró, me miró con la cara más roja que un tomate probando descubrir si yo era consciente de su error. Aparté la mirada a la ventana, intentando disimular mis conocimientos y, cuando él creyó que no miraba, metió la mano por la parte trasera de su pantalón y se rascó el trasero hasta quedarse bien cómodo.

Tras eso, mi sorpresa no podía ser mayor. La admiración y fascinación que yo sentía por aquél escritor apasionado había quedado reducida a cenizas. Pero estas volaron y se confundieron con una brisa de otoño cuando se llevó la mano al rostro y olió sus dedos.


Bittersweet fairytalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora