Prólogo

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Elio Marfel

El día parecía ser uno igual que cualquier otro, una mañana tranquila, como siempre. Se podía escuchar el sonido de las aves aletear por el lugar, a los hombres del campo trabajar la tierra, las risas de los niños más revoltosos y madrugadores que en general revoloteaban por todo el castillo. Elio se acababa de despertar y sentía todo tan normal como de costumbre. Aquel día parecía ser tan común como el día anterior, que igualmente fue tan común como el que precedió a ese, y así sucesivamente; pero, no podía estar más equivocado. El rechoncho señor procedió a levantarse de su lecho y se acercó al baño, al entrar contempló que la bañera ya había sido preparada por la servidumbre del lugar. Zambullendo su dedo y comprobando que, como había deseado, el agua era tibia y que de ella manaba un dulzón aroma a primavera cortesía de los perfumes que vertieron allí; se dispuso a sacarse la amplia túnica de lana verde musgo, color al que le tenía especial cariño y desde siempre había sido su favorito, que todas las noches usaba para dormir, entró a la bañera y empezó a restregarse para limpiar todas sus impurezas. Ya completamente aseado y perfumado, Lord Marfel salió de la ducha y se vistió con un conjunto de cuero de color negro y una capa suave de piel del mismo color; que, a pesar de que no fuera ni por asomo uno de sus preferidos, se decía que daba calor; eso necesitaba, calor. El otoño se estaba acabando y daría paso al invierno. Y el frío ya se hacía sentir.

Ya fuera de sus aposentos y con un pequeño cuerno de vino para calentar sus entrañas, Elio hizo lo de siempre: contemplar la gran extensión de tierra que era su señorío desde que su señor le cediese el honor por encima de todos aun siendo alguien de una procedencia dudosa.

«Hermosa. Fría y pequeña en comparación con otros; perdida en el extenso Baryx y alejada de Mohana, pero hermosa...», pensó orgulloso del territorio que había ganado hace ya tanto tiempo.

«Sangre, sudor y lágrimas tuvieron que caer, pero es mía. Mi Biyork...», necesitaba siempre hacer eso. Su recordatorio al pasar su ojo mañanero por la ciudad nunca lo consideraba innecesario, por el contrario. Le ayudaba a lidiar con todo lo que implicaba ser un señor feudal. Y le hacía gracia poder mofarse de Baer, pues consiguió un cargo mayor que el de él. Rememorar cómo estalló en llamas al saberlo, era quizá lo mejor de su día después de pasar tiempo con Mitwik.

Elio Marfel poseía un gran castillo que se ubicaba en la parte más septentrional de las tierras de la corona, Britania; y no solo eso, también era dueño de unas grandes tierras que no tenían nada que envidiar a ninguna otra. Con panaderías, pescadería con productos importados desde Puntacuerno, al noroeste; varias herrerías, posadas, un orfanatorio; y, como no podía faltar, una casa de mancebía. Marfel no era muy seguidor de ese tipo de cosas, pero era consciente de que los hombres no solo viven del pan y el vino; y que la mano a veces no es suficiente...

Rodeadas por unas altas, antiguas y resistentes murallas de piedra grisácea que se encontraban bañadas de un poco de musgo en su nacimiento. Que de la misma forma mantenían segura al poblado que le servía y producía su alimento; que se yacía separado de éste por un profundo foso y un puente que casi siempre se encontraba tumbado para que todos pudiesen tener audiencia con su señor.

Hasta el momento su suposición y sentimiento no había cambiado: sería un día común. Y guiándose de aquello fue hasta el comedor y, tan normal como siempre, Mitwik, su señora y la hija de ésta ya habían comido sin esperarle. Estaba acostumbrado.

Ryza, la esbelta jovencita de cabello rojizo de cobre volcánico que no era tan jovencita, depositó el almuerzo sobre la vieja tabla de madera sostenida por los caballetes. Varios huevos hervidos con tres tocinos y algo de hidromiel. Lady Hope insistía en que debía mejorar su salud. Tenía razón, ya no era el luchador de antaño y si llegaba la guerra, moriría sin dudarlo.

Los Viajes de Doom: El mítico y mágico GuiaroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora