Sociedad de Escándalo. (Jack Harries.)

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Sociedad de Escándalo.
Prólogo

1968

Spencer Rumsfeld se reclinó en su sillón de cuero y esbozó una sonrisa arrogante. Había llegado muy lejos en muy poco tiempo desde que abandonara Nebraska. Pero no lo suficiente.

La sonrisa se borró de sus labios, sin embargo, cuando giró el sillón hacia la ventana para observar las palmeras mecidas por el viento. Las palmeras eran un símbolo de California, pero para él eran también un recordatorio de lo distinto que era su presente con respecto a lo que había dejado atrás. Sus ojos se fijaron entonces en su propio reflejo sobre el reluciente cristal, y lo escrutaron con satisfacción.

Era joven, razonablemente atractivo, y ambicioso, cosas todas de las que por el momento había sabido sacar provecho. Sólo hacía tres años que había entrado a trabajar en Inversiones Lattimer, y ya había conseguido su propio despacho. Se lo había ganado. Durante esos tres años le había dorado la píldora a John Lattimer, el dueño de la compañía, había dicho siempre lo que se esperaba que dijese, había estado donde se le había requerido, y había aprendido.

Había aprendido lo bastante como para saber que no se sentiría satisfecho hasta que no fuese su propio jefe.

Lo quería todo; quería desligarse por completo del hombre que había sido. Si sintió siquiera una punzada de arrepentimiento en ese instante por la joven esposa y los hijos a los que había abandonado, debió ser sólo durante una décima de segundo.

Hacía mucho que no pensaba en Sally. ¿Cómo iba a hacerlo con lo ocupado que estaba? Iba conduciendo por la autopista del éxito, y no iba a malgastar sus energías en mirar atrás.

Sí, había decidido que no volvería jamás la vista atrás. Por lo que a él se refería el pasado no había existido. Estaba empezando de cero, había pasado página, y sólo había una dirección hacia la que quería ir: hacia arriba.

Haber conseguido un cargo en aquella empresa no era un mal comienzo, se dijo, pero un día dejaría de llamarse Inversiones Lattimer para convertirse en Inversiones Rumsfeld.

Casi podía verlo: a él, temido y admirado por sus subordinados; a esos empleados haciéndole la pelota a él; a sus competidores nerviosos porque al más mínimo descuido pudiese echarlos del juego. Tendría una casa dos veces más grande que la de Lattimer, y por supuesto se cuidaría mucho de no tener a ningún empleado tan ambicioso como él.

«Poder», se dijo a sí mismo esbozando una sonrisa maquiavélica, «todo se reduce a eso… y a lo que un hombre esté dispuesto a hacer para conseguirlo…».

—¿Spencer?

Se puso de pie de inmediato al escuchar la voz de su jefe. Aquel condenado Lattimer nunca llamaba a la puerta. Una profunda irritación lo invadió, pero la contuvo. No podía permitirse disgustar al viejo… o al menos no aún.

—John —lo saludó sonriendo, al tiempo que lo imaginaba como a un pordiosero pidiendo en la calle—, me alegro de verte.

Sus ojos se posaron entonces en la joven que iba colgada del brazo derecho de Lattimer.

—Quiero presentarte a Caroline; mi hija —le dijo su jefe, haciéndole un guiño a la chica—. Es mi única hija, y la niña de mis ojos.

¿Hija? ¿Cómo no se había enterado hasta ese momento de que el viejo chalado tenía una hija?

Los engranajes de la astuta mente de Spencer comenzaron a girar. De una belleza discreta, Caroline Lattimer tenía los ojos verdes, buena figura, y el refinamiento y la seguridad de una joven que se había criado en una casa con dinero. Su papaíto querido la adoraba, por supuesto, y Spencer, que sabía reconocer las oportunidades en cuanto se presentaban, le dirigió la más encantadora de sus sonrisas.

La joven hizo un asentimiento con la cabeza, pero luego, para su satisfacción, lo miró con interés.

—Señorita Lattimer —le dijo tomando su mano entre las suyas—, es un placer para mí conocerla.

—Mi padre me ha hablado tanto de usted… —respondió ella en un tono quedo.

«Tímida», pensó Spencer, sonriendo con malicia para sus adentros. Aunque era bonita y la hija de un hombre rico, probablemente debido a esa timidez innata no tendría mucha experiencia con los hombres… algo de lo que naturalmente se aprovecharía.

Spencer le acarició suavemente la mano con el pulgar, y comenzó a idear un plan para seducirla mientras se preguntaba cuánto le llevaría conseguir que la hija de Lattimer se enamorase de él.

No demasiado si jugaba bien sus cartas. ¿Y después? Bueno, casarse con ella y entrar a formar parte de la familia del jefe podía serle útil. Al fin y al cabo había muchas maneras de conseguir hacerse con el poder. Y una vez que lo tuviera, no lo soltaría.


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