Capítulo 4

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Me encontraba con la cara apoyada sobre el teclado de mi notebook. Eran las 2:46 a.m., y acababa de terminar mi trabajo de Problemas Epistemológicos de la Psicología. Cada párrafo me había drenado la energía, y mis pensamientos eran un revoltijo de conceptos pesados y poco digeribles a esa hora de la madrugada. Aunque a veces me parecía agotador, no podía quejarme: estaba en tercer año de la carrera con la que había soñado desde la preparatoria, Psicología.

Con un esfuerzo casi sobrehumano, me arrastré hasta mi cama, sintiendo cada músculo protestar. Mis ojos ardían intensamente, recordándome que era una tonta por no usar mis lentes. Cerré los párpados con fuerza, intentando calmar la punzada en mi cabeza, pero pronto otro pensamiento invadió mi mente.

Había pasado una semana desde que encontré aquel misterioso collar en la puerta de mi casa.

Inconscientemente, extendí la mano hacia la pequeña mesa junto a mi cama y acaricié la cadena fría y metálica que reposaba allí. Desde el día en que lo hallé, no había podido sacarme la imagen de la cabeza ni ignorar las preguntas que me atormentaban. Había intentado darle una explicación lógica, una hipótesis plausible... pero todo parecía carecer de sentido.

Miré la pantalla de mi celular. Eran las 2:51 a.m. Cinco minutos desperdiciados pensando en estupideces.

Solté una risa seca al recordar los cuentos que mi abuela solía contarme cuando era niña sobre "la hora muerta". Para ella, ese era el momento en que criaturas sobrenaturales como brujas, espíritus y demonios se volvían más poderosos, extendiendo sus garras invisibles hacia el mundo de los vivos. Según sus palabras, a esa hora, las barreras entre los dos mundos se desvanecían.

Sacudí la cabeza, espantando el recuerdo. Estupideces, me dije, mientras me acurrucaba bajo las sábanas, buscando el calor reconfortante. Apagué el celular y el velador, dejando que la luz de la luna que entraba por la ventana iluminara mi habitación. Sus rayos blanquecinos daban un tono casi espectral a las paredes y muebles, como si toda mi habitación hubiera sido sumergida en agua. Era, a su modo, hipnótico. Poco a poco, mis párpados comenzaron a cerrarse, y sentí que el sueño finalmente se apoderaba de mí.

Fue entonces cuando algo me puso en alerta.

Sentí una presencia, como un peso invisible que impregnaba el aire alrededor de mi cama. Me quedé inmóvil, y el silencio se volvió más espeso, tan denso que podía oír mis propios latidos resonar en mis oídos. En medio de la oscuridad, percibí algo extraño. Era como si alguien, o algo, estuviera caminando alrededor de mi cama, deteniéndose y avanzando de manera deliberada, como un depredador acechando a su presa.

Entonces recordé, con un escalofrío, que mi madre estaba de turno en la sala de urgencias y no volvería hasta el amanecer. Estaba sola.

Intenté estirar el brazo hacia la mesa de luz, buscando el interruptor, pero un instinto profundo me detuvo. Algo me decía que no lo hiciera. Las pisadas —porque ya no eran imaginarias, sino reales, concretas— se oían cada vez más cerca. No estaba soñando. No estaba imaginando. Alguien estaba en mi habitación.

Contuve la respiración, paralizada por el miedo, tratando de no hacer el menor movimiento. No quería que esa... cosa... supiera que estaba despierta.

¿Cómo podría haber entrado alguien si la puerta y la ventana estaban cerradas?

Mi corazón latía con tal fuerza que temí que su sonido fuera perceptible en el silencio. Mi mente intentaba racionalizar, pero el pánico crecía, implacable. Quería gritar, correr, hacer cualquier cosa, pero mis músculos estaban tensos, incapaces de responder. Y, como si aquel ser supiera exactamente lo que pensaba, una risa suave, casi burlona, rompió el silencio.

Sentí un escalofrío recorrer mi espalda y unas lágrimas tibias desbordaron mis ojos. No podía más. Un súbito frío se apoderó de la habitación, y mis sábanas comenzaron a deslizarse lentamente hacia el suelo, como si fueran arrancadas por unas manos invisibles. Con los ojos entreabiertos, noté que la luz de la luna se desvanecía, como si unas nubes densas hubieran cubierto el cielo de repente. La habitación quedó sumida en sombras profundas, y solo pude distinguir algunas siluetas imprecisas.

Con esfuerzo, logré incorporarme apenas, tratando de mantener la calma. Busqué a tientas la perilla del velador, pero un gruñido grave y rasposo me dejó paralizada.

—No lo prendas —dijo una voz gélida, cargada de amenaza.

—¿Por qué? ¿Quién eres? —pregunté, y mi voz salió rota, apenas un susurro. Las lágrimas seguían brotando, manchando mis mejillas de sal.

—Me duele que no me recuerdes, Mary —la voz era suave, casi acariciante, pero contenía una malevolencia subyacente que hizo que mi piel se erizara.

—¿A quién llamas "Mary"? Mi nombre es Scarlett —logré decir, tratando de sonar segura, aunque apenas podía sostenerme.

—Quizás pueda ayudarte a recordar —respondió, y un olor denso, acre, como azufre quemado, invadió la habitación al igual que mis fosas nasales haciendo que tosiera fuertemente.

—Ya estabas acostumbrada a esto, antes —sus palabras flotaron en el aire, acercándose como un susurro invisible que rodeaba mi mente, apretándola como en un torno.

La luz de la luna regresó de repente, bañando la habitación de un blanco antinatural, y fue entonces cuando lo vi.

Un grito ahogado escapó de mi garganta. Estaba a escasos centímetros de mi rostro. Su piel era pálida, casi translúcida, como la de un cadáver, y sus ojos, oscuros y profundos, me observaban con una mezcla de deseo y burla. Su cabello blanco y desordenado caía en mechones sobre su rostro. Quise moverme, pero mis muñecas y tobillos parecían clavados al colchón, como si manos invisibles me sostuvieran en su lugar.

—¿Qué es esto? ¿Por qué no puedo moverme? —grité, desesperada.

—Sí, definitivamente te olvidaste de todo, preciosa —su sonrisa se ensanchó, revelando unos dientes blancos y afilados, demasiado perfectos. Puso una mano fría y rígida sobre mi mejilla y la acarició con una lentitud casi ritual, cada roce enviando ondas de hielo a través de mi piel.

—¿Qué demonio eres? —mis pensamientos estaban a punto de colapsar. Cada fibra de mi ser gritaba, intentando escapar de ese rostro macabro.

—Tu misma pregunta es la respuesta —dijo con una sonrisa que no era humana.

Y entonces, todo se volvió oscuridad.

Arrástrame al infierno©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora