Capítulo 8

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—Avril —llamé su atención mientras ella comía los huevos revueltos con bacon que había preparado para el desayuno.

Desde lo que ocurrió la otra noche, me había sido imposible conciliar el sueño. Ayer decidí invitar a mi mejor amiga a quedarse en casa, esperando que su compañía, sin que ella lo supiera, me protegiera de un ente demoníaco... o de mi propia mente.

—¿Sí? —preguntó con la boca llena, mirándome curiosa.

Dudé un segundo en decirlo, pero finalmente lo hice. Necesitaba hablar con alguien sobre las cosas que tenía atrapadas en mi cabeza.

—¿Crees en los espíritus? —pregunté, revolviendo la comida en mi plato, sin atreverme a mirarla.

—¡Vaya, vaya! —respondió con una sonrisa divertida— Esa pregunta con esa mirada perdida merece un premio. —Avril tenía un don para levantarme el ánimo, a veces sin siquiera proponérselo—. A ver, esto no tendrá nada que ver con tu Drácula, ¿cierto?

La miré seriamente, sin encontrarle gracia.

—No lo sé... pero necesito que respondas esa pregunta.

Avril bajó los cubiertos, y su expresión se tornó pensativa.

—Bueno, hablando en serio, no sé si te lo he contado, —su tono bajó un poco, como si compartiera un secreto— pero según mi familia, soy descendiente de una de las brujas que fue ejecutada aquí, en los juicios de Salem.

—¿Entonces eso es un sí? —inquirí, tratando de controlar mi sorpresa.

—Podría decirse. Nunca lo comparto con nadie, ni siquiera contigo, porque es algo muy personal y trato de no darle importancia. —Hizo una pausa, y su mirada se volvió nostálgica—. Pero cuando era niña, podía ver seres sombríos, seres de luz... incluso vi a mi abuela una vez después de que falleció.

La boca se me abrió sin querer. Después de todos nuestros años de amistad, no podía creer que hubiera cosas de Avril que aún desconocía.

—¿Por qué nunca me dijiste nada?

—Perdón, Scarlett. Sabes que eres la hermana que siempre quise, pero con el tiempo entendí que, mientras más pensaba y hablaba de esas cosas, más poder parecían tener sobre mí. Era como si un ojo se abriera un poco más cada vez. Así que decidí cerrarlo para siempre.

—Avril... Cargaste con eso tanto tiempo —le tomé la mano, agradecida de tenerla conmigo.

Ella sonrió, restándole importancia.

—Es lo que me toca como herencia, supongo. —Se rió, y el ambiente se alivianó un poco—. Bien, ahora cuéntame con detalles qué te está pasando exactamente.

Sentí un nudo en el estómago; no quería contarle todo sin estar segura. Quizás solo se trataba del estrés acumulado por la temporada de exámenes.

—No lo sé, he pasado por algunas... situaciones paranormales —dije, levantando las manos para hacer comillas en el aire—. Igual, voy a probar tu técnica de no darles importancia y tal vez se acaben.

Avril me miró con una mezcla de curiosidad y ternura.

—Siento que no estás lista para hablar de ello, así que no te voy a presionar. Pero cuando quieras o sientas que ya no puedes controlar la situación, llámame. Sabes que siempre estaré aquí.

Agradecí tener una amiga como ella, divertida, comprensiva y siempre dispuesta a acompañarme en cualquier locura. Era el tipo de persona que uno necesita tener al lado.

• • •

Unas horas después de que Avril se fue de casa, el silencio comenzó a incomodarme. Para distraerme y evitar que mi mente siguiera imaginando cosas, decidí visitar a mi abuela. Me entristecía verla tan sola. Desde que falleció mi abuelo, su compañero de vida, trataba de mantener el buen ánimo, pero no se la veía tan feliz como antes.

—Abue, aquí tienes el té —dejé dos tacitas de porcelana sobre la mesita de café de la sala.

Mi abuela era una mujer culta que había ejercido como maestra toda su vida. Aunque jamás había salido de esta ciudad, parecía haber conocido y explorado el mundo entero a través de los libros.

—Muchas gracias, mi niña —dijo con dulzura, cerrando el libro que estaba leyendo.

A pesar de sus ochenta y dos años, mantenía el hábito de leer todas las tardes. Decía que leer ejercitaba la mente, y ella era prueba viviente de que eso era cierto.

Me senté a su lado en el sofá, tomando una de las tazas mientras miraba por la ventana. La gente caminaba animada por la calle, a pesar del aire frío que parecía congelar las hojas de los árboles.

—¿Qué te preocupa, hija? —preguntó, con esa ternura que me hacía sentir segura.

—Tonterías, abue. No te preocupes.

—Si te tiene así, no son tonterías.

Como siempre, tenía razón.

—Abuela, ¿crees en el bien y en el mal? —pregunté, tratando de encontrar en sus ojos alguna respuesta a las dudas que me carcomían—. Sé que tú y el abuelo no eran muy religiosos, pero me gustaría saber tu perspectiva.

Me miró por un segundo y luego habló con suavidad.

—Claro que sí, mi ángel. Cada uno cree a su manera. Aunque tú me hayas conocido así, de pequeña era muy creyente.

—¿En serio? —pregunté sorprendida.

—Por supuesto. Hace muchos años, era mal visto no ser devoto. Mi madre iba a la iglesia al menos tres veces a la semana, y mi tía vivía en el convento detrás de la iglesia. Solíamos ir a visitarla.

—¿Cómo que vivía allí? —pregunté, intrigada.

—Desde joven decidió dedicar su vida a Dios y se convirtió en monja. Pero, lamentablemente, su vida terminó pronto. —Su voz se quebró un poco—. Se suicidó con solo veintitrés años, y, a pesar de todo lo bueno que había hecho, en el pueblo solo la recordaban por el apodo que le pusieron: "la demente Mary".

Al escuchar ese nombre, un escalofrío me recorrió el cuerpo, como si alguien hubiera arrojado un balde de agua helada sobre mí.

—¿Mary? —murmuré, sintiendo cómo mi corazón comenzaba a latir con fuerza.


Arrástrame al infierno©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora