IX

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Alec llegó al lugar de encuentro. Un barrio de edificios viejos, algunos de ellos abandonados.

Empezaba a ocultarse el sol. El cielo ardía en colores cálidos con la luz rebotando por la cima de los edificios, formando líneas blancas que atravesaban las nubes.

Se acercó corriendo a la fachada de un edificio de tres pisos, construído de ladrillos rojos. Frente a la puerta de metal lo esperaba Jace.

—¿Dónde están Izzy y Clary?—preguntó con voz jadeante, al mismo tiempo que chocaba puños con Jace.

—Del otro lado del edificio, creando un glamour, hay algunos mundanos curiosos que se quieren colar. Esta parece ser la guarida favorita de vagabundos. 

Entraron por la puerta de la que Jace se había ocupado de abrir de una patada (Alec no tenía ni por qué dudar de que lo hubiera hecho así en vez de usar una runa) antes de que Alec se presentara.

Caminaron sigilosos por los pasillos que estaban atestados de periódicos viejos y latas de cerveza, había un olor agrio en el aire, mezcla de orines y rastros de marihuana.

Jace iba por delante, con Alec cuidando su espalda, con arco y flecha en mano. Las puertas, de lo que en sus buenos tiempos debieron ser departamentos, estaban resquebrajadas, o en su defecto ni siquiera estaban, habían sido tiradas y estaban puestas en el suelo, sostenidas por ladrillos para simular mesas o camas. Entraron a cada departamento, encontrando escenarios similares, cajas de cartón roídas, alimañas arrastrándose por las paredes graffiteadas y muebles destrozados. 

Se dirigían al último departamento, cuando percibieron el olor a azufre y plumas quemadas y un calor abrasador, el indicio de la invocación. Los dos se miraron y no hubo necesidad de que dijeran nada. Alistaron sus armas.

Cuando entraron, lo que vislumbraron fue de lo más aterrador. Aún se elevaban los últimos rastros de humadera apestosa producida por la aparición de un demonio, el pentagrama pintarrajeado burdamente con sangre se estaba desdibujando, como si el suelo lo absorbiera. Alrededor había velas negras, con humillo saliendo de la mecha, algo o alguien las acababa de apagar. Y en medio del pentagrama había un bulto negro, apenas visible tras la cortina de humo. Cuando se acercaron lo suficiente, pudieron verlo con claridad. 

A Alec se le fue el alma al cielo. El bulto negro eran dos personas abrazadas. Sus cuerpos habían sido calcinados hasta convertirlos en carbón, y yacían inmóviles y tiesos, cualquier brusquedad contra sus cuerpos y éstos se harían añicos.

Pero Jace no tenía tiempo de lamentarse por la escena, había un demonio suelto y peligroso y tenía que mandarlo directo al infierno, así que se dirigió a la puerta del departamento hacia la primera alcoba, Alec lo siguió.

Jace señaló el suelo. Había manchas de sangre que dejaron un rastro.

Lo ultimo que Alec vio fue la espalda de Jace mientras se dirigía a la siguiente habitación.

Un sonido metálico sonó detrás de él. Volteó un segundo, y cuando volvió la vista hacia donde había desaparecido Jace, se dio cuenta de que estaba completamente solo. Como si hubiera sido absorbido a otra dimensión, donde todo era igual, solo que no había puertas ni ventanas, y de las paredes manaba un intenso calor, como si el pequeño cuarto fuera un cubo sumergido en magma.

Nefilim...—susurró una voz desde ningún lado y rebotando por todas partes. Alec se puso a la defensiva de inmediato, con los pelos de punta, y la flecha apuntando al azar.

A ti te esperaba...—siguió rebotando la voz.—A ti te conozco nefilim...—Alec no le contestó, aunque su voz le estremeciera como si le hablara a los oídos. Si eso era un demonio, tenía que ignorar todo lo que dijera sino quería caer es sus trampas.

Flama eterna, barbas y primeros bailesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora