III

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Magnus miró la vela sobre la cajonera, con su flama danzando perezosamente.

La vela había sido un regalo de Ragnor Fell, luego de aquella desenfrenada época en la que no paraba de ir de un lado a otro.

Los regalos de Ragnor eran algo... irónicos. Luego de un tiempo ya no podía tomarlos en serio, pero los seguía aceptando, porque no se le daba bien eso de rechazar alhajas, triques y antigüedades, eran su debilidad.

Una vez Ragnor le dio un anillo en forma de calavera, de algunos de sus viajes a Centroamérica, como por el año 1700, era una pieza bonita, de oro, proveniente de algún tesoro maya. Se lo obsequió sabiendo o no (en ese tiempo Magnus no tenía la certeza de la malicia de Ragnor hacia su persona), que le había regalado un objeto maldito, tuvo que lidiar con los espíritus de antiguos reyes muertos, que no eran mala compañía, si al menos él hubiera avanzado más en su aprendizaje de la lengua maya, los espíritus lo siguieron todo un mes hasta que supo cómo abrirles una puerta al más allá, por desgracia el anillo se desvaneció como lo hicieron los fantasmas, los extrañó a ambos.

En otra ocasión, Ragnor le había mandado una nota de fuego preguntándole si ya había alimentado a los gnomos, Magnus había lanzado un alarido al descubrir que la cómoda que le había regalado y que presuntamente le había pertenecido a Cleopatra (y que Camille se había apropiado, por cierto), estaba infestada de gnomos apestosos, tardo años en deshacerse completamente de todos ellos, Camille siempre le recriminó porque su ropa interior terminó oliendo a pantano.

A veces los objetos aparecían ante Magnus donde fuera que éste estuviera, se imaginaba a Ragnor profanando alguna tumba o sentado en la salita de su casa de campo, señalando algo y decidiendo sin mucho pesar "Esto es para Magnus", y entonces ese algo, caía sobre la cabeza de Magnus, o aparecía apilado sobre otra cosa que había enviado anteriormente, tenía mala puntería mental.

En conclusión Ragnor Fell se divertía de lo lindo, regalándole todo tipo de objetos encantados.

Cuando Magnus recibió la vela, en la década de los ochenta, se mostró cauteloso, no quiso aceptarla. "Es inofensiva", le había dicho su amigo brujo, claro que Magnus no le creyó nada. "Ah, pero no podrás encenderla, ni con fuego mortal, ni con fuego mágico" le dijo Ragnor, "Me das una vela que no se enciende, qué desperdicio, no podré usarla en mis invocaciones ni para alumbrar si me cortan la luz" le había reclamado, "Ah, claro que se enciende, pero tú no puedes decidir cuándo lo hará, claro que, una vez que lo haga, si es que llega a hacerlo, jamás se apagará, aunque la eches en las aguas del polo norte" dijo convencido, "¿Qué clase de maleficio es ahora?" pese a todo, le había entrado la curiosidad, y Ragnor sólo le contestó "No es maliciosa, puedes dejarla por ahí como simple decoración".

Había rebuscado en libros, indagó en su mente tratando de recordar si había escuchado algo sobre velas malévolas disfrazadas de inofensivas que se prendían a voluntad, pero no dio con nada.

Y era cierto lo que Ragnor decía, la vela no se prendió ni con cerillas ni con su fuego azul.

La pieza de cera ni siquiera era muy diferente a las velas que usaba comúnmente para sus invocaciones. Era larga y delgada, de unos treinta centímetros, de color rojo sólido, con textura lisa, estaba sostenida en una base redonda de latón, con volutas y relieves florales, nada fuera de lo común, ni tampoco especialmente bonita.

Hizo lo que Ragnor le había dicho, y la dejó arrinconada por ahí, y por casi treinta años se había olvidado de ella.

Hasta que la vio echar chispas una noche.

La pieza de cera seguía botada en algún rincón de su alcoba, mientras él estaba echado en la cama, agotado, luego de reparar los destrozos que había ocasionado cierta fiesta a la que asistieron ciertos nefilim no previstos y alborotadores.

Flama eterna, barbas y primeros bailesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora