Capítulo 29

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Las semanas pasaron, muy lentamente. Para Phoebe el tiempo se había detenido en cuanto Percy había subido a ese barco con destino a las Américas, su alegría se esfumó con él y sus fuerzas disminuyeron conforme el tiempo pasaba. Pero eso no hizo que, en ningún momento, dejara de mirar a su alrededor. Después de que su marido se hubiera marchado, muchos hombres se presentaron ante su puerta, ya fuera buscando a Angy o a Celine, pero ella se negaba a dejarles pasar.

La familia entera se comunicaba con él por cartas. Cada uno escribía lo que quería decirle al padre de la familia en hojas separadas y luego se juntaban todas en un mismo sobre. Este parecía explotar cada vez que se ingresaban los papeles dentro. Ella nunca perdió la esperanza de que su esposo llegara sano y salvo, rezaba por su marido día y noche, e intentaba recordar su rostro cada vez que se levantaba y se acostaba en su alcoba, sola y con el frío del otoño extendiendo sus brazos a ella.

Sin embargo, Percy, a un mar de distancia de su mujer, pasaba todas sus horas intentando sobrevivir a las armas, a los hombres y a la codicia de estos. Las pesadillas habían aumentado conforme pasaba las horas cerca del campo de batalla. Echaba de menos a su esposa, a su hijo y a sus hermanas, pero sobretodo echaba de menos la tranquilidad y la monótona vida que llevaba en Londres. No era nada comparado a ver cómo sus compañeros morían, se mataban entre ellos, por disparos, duelos, cañones... incluso por sus propios generales.

El olor de la sangre se había echo bastante familiar para él, el sonido a los disparos y los gritos de horror habían comenzado a parecerle indiferentes teniendo en cuenta que ya llevaba al menos tres meses allí y le quedaban siete meses más por cumplir, luchando por una guerra de poder. Pero entre todo ese infierno, y el calor del miedo recorriendo su espalda cada poco tiempo, no podía sacarse de la mente los ojos de Phoebe, su cabello regado por la almohada y sus manos buscando su cuerpo cuando se levantaba de la cama y no le encontraba.

De alguna manera, ella se había convertido en lo único que conseguía mantenerle cuerdo estando en ese lugar, sin que perdiera la cabeza con solo oír gritando a sus compañeros pidieron auxilio, o porque tuviera que enfrentarse a un hombre que no conocía y tener que asesinarlo. ¿Qué sabía Percy de ese hombre? ¿Qué sabía si tenía familia? ¿O una mujer? ¿O hijos a los que mantener? ¿O una madre esperando poder ver a su hijo una última vez?

No, desde luego que él no lo sabía. ¿Qué podía esperar, si lo único que pretendía era seguir vivo para ver crecer a su hijo?

Estando en su tienda, se pasó las manos por el rostro y el cabello. Estaba agotado, no dormía, su cuerpo pedía descanso... la sangre manchaba su uniforme azul, mientras que su espada descansaba en su regazo, chorreando el líquido rojo. Su pistola estaba sobre su camilla mientras que el cubo de agua que se le había asignado reposaba en una esquina de la tienda, junto a su compañero, David Creek.

David Creek no era nadie de la nobleza, ni siquiera un burgués. Era hijo de un herrero y una panadera, se había alistado en el ejército cuando estos habían muerto y había tenido que dejar los negocios en manos de unos cualquiera porque él no tenía cómo mantenerlos. Le faltaba una oreja y tenía una cicatriz que le recorría media quijada, pero eso no le quitaba el encanto. Era muy buen hombre, tenía unos ojos de color miel encantadores que dejaban hipnotizado a cualquiera, una nariz algo torcida, pero bastante varonil. Su cabello cobrizo hacía resaltar sus ojos y sus pómulos. En cuanto al cuerpo, era delgado, pero tenía buenos músculos, brazos finos pero manos rápidas. Luchaba cuerpo a cuerpo a la perfección y se movía bastante bien en el campo de batalla.

—¿Cuántos han muerto hoy? — preguntó mientras se quitaba el uniforme y se lavaba el cuerpo como podía.

—En mis cuentas son ciento cuarenta y ocho — informó Percy rascándose la nuca con nerviosismo — ¿Cuántos años llevas en batalla? — preguntó quitándose la camisa para meterla en el cubo de agua.

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