Prólogo

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¿Qué era eso de lo que todos hablaban? Sí, eso. El amor. Para Efel no existía tal cosa, nunca se había sentido amado, tampoco había tenido la oportunidad de amar, aunque no estaba seguro de lo que significaba realmente, se esmeraba en creer que era inmune a sentirlo, que era un mito o el sobrenombre que la humanidad le había puesto al cóctel hormonal que surge entre dos personas cuando la soledad se convierte en algo insoportable.

Su hermana tenía 29 años, estaba dedicada a su carrera universitaria cuando conoció a su primer amor y después de un par de cenas románticas, se dieron cuenta de que lo que crecía en su vientre no era un plato de pasta. Estaba embarazada, el tipo se fue de la casa dos años tras haberse casado forzadamente y hoy están firmando los papeles del divorcio. Y ni hablar de sus padres.

Efel no creía en ese utópico "para siempre", para él todo era efímero y efímero quería decir insignificante. Vivía solo, se había peleado a muerte con su familia y su madre vivía en Brasil con su nuevo matrimonio. Recordaba claramente la madrugada en que se despidió de ella, a las cuatro de la mañana entró a la habitación del muchacho de doce años, le besó la frente y susurró cosas que entre sueños sonaron como promesas, promesas de amor eterno.

La última vez que habló con ella fue a los catorce años, actualmente tenía diecinueve, un primo suyo de segundo grado que asistía al mismo colegio fue el único pariente que lo vio graduarse, tras eso comenzó tocar el piano en un bar elegante para poder pagar el alquiler de su pequeño departamento en el que apenas entraba la luz, donde vivía a base de cereal con leche de almendras.

En fin, Efel no creía en el primero por lo tanto tampoco en el segundo, el tercero o el octavo, el amor era como confirmar la vida en algún lugar alejado del espacio, ya saben, en un exoplaneta, en otra galaxia, era cómo creer en las hadas, aunque luego se encontrara sentado en el pasto del jardín del cementerio "En Dios Confiamos", y la historia de cómo llegó hasta ahí le provoque un llanto a regaña dientes, hay que confesar que Efel, como todos en algún momento, amó a alguien, a pesar de que admitirlo le cueste más que aprender a volar sin alas.

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