20. Scottex

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―¡No me grites!

―¡PORQUENOHASPRESTADOMASATENCION! ¡PORQUE NUNCA ESTAS ATENTA...! – siguió gritando el francés aceleradamente. La cara la tenía encendida, lo que acrecentaba la impresión de que estaba muy enfurecido.

―¡BRUNO!― chilló a su vez Anaís para hacerse oír.

―¡¿QUÉ?!

―¡No te entiendo!― replicó la chica con la voz demasiado alta para una conversación normal. Después inspiró para calmar los nervios que Bruno había desquiciado y continuó―: Desde que te has puesto a gritar no te he entendido, ni tan siquiera una palabra. ¡Si ya me cuesta entender a la gente cuando habla rápido, imagínate cuando me chillan!

Bruno, llevándose las manos a la cabeza, inhaló profundamente.

―Scottex ha desaparecido.

―¿Scottex? ¿Dónde?

―Dónde es precisamente lo que no sé― replicó él de malos modos.

―¡Oye! Que yo no tengo la culpa de que el perro se haya escapado.

―¿Me ayudas a buscarlo o no?- inquirió el muchacho bruscamente.

―Sí, claro que sí― replicó la española, molesta por el modo en que el francés la trataba.

Scottex era el viejo perro de la familia. Anaís había acabado cogiéndole cariño, aunque los primeros días debía reconocer que apenas si había sido consciente de su presencia. El animal no ladraba, y gran parte del día se lo pasaba tumbado en un rincón sin hacer absolutamente nada. El pobre can tenía ya diez años y se movía con lentitud, como si fuera muy pesado y sus piernas no pudieran soportarle por mucho más tiempo. Era manso y solía echarse a los pies de cualquiera que se sentara en el jardín, dejándose acariciar apaciblemente.

―Yo buscaré por esta zona; tú busca por aquella- dijo Bruno en cuanto salieron de la casa.

―De acuerdo.

Ana Isabel encaminó sus pasos hacia la derecha de la calle, mirando varias veces atrás para ver qué hacía Bruno, quien vociferaba una y otra vez el nombre del perro.

―¡Scottex!― lo llamó Anaís a su vez.

El barrio en el que vivían los Hernández era muy bonito y tranquilo. Los niños podían jugar en la calle, teniéndose que apartar tan sólo en un par de ocasiones por los coches,

y por las noches apenas si había ruido. Las casas, de una sola planta y cada una con su jardín, se extendían a ambos lados de la carretera, y los vehículos de matrícula amarilla de los vecinos se alineaban junto a la acera.

―¡Scottex!

La española había perdido de vista a Bruno y su casa, pero no le importó. Ya llevaba allí más de una semana y sabía orientarse bastante bien. No se perdería, estaba segura, y menos manteniéndose en el barrio. Giró por una calle y volvió a llamar al perro, pero nada ocurrió. Tampoco podía haberse ido muy lejos, se dijo Anaís, el pobre animal apenas si se movía por la casa, ¿cómo iba a huir de ella?

De pronto vio dar la esquina a un muchacho, que se acercó a ella como una centella. El chico, desde la distancia, la reconoció como la amiga de su vecino, y le dijo:

―¿Dónde está Bruno?

Anaís tuvo una corazonada y alargando el brazo atrapó al jovenzuelo cuando éste iba a pasar por su lado.

Como tu quieras llamarme -Alba Navalon MartinezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora