19. El secreto mejor guardado.

56 5 0
                                    


Aquella habitación olía a Belinda. Todo lo que Pablo veía le recordaba a la muchacha; no sólo las fotos, sino todo: los posters, la colcha, los libros, la estantería, el color de la pared...

Sintió de pronto añoranza por la muchacha, a la que hacía casi una semana que no veía. Desde que había comenzado como profesor en el instituto, tan sólo la perdía devista los fines de semana, y no siempre. Ahora, cuatro días se le hacían largos. Cómo cambiaban las cosas...

Le había sorprendido muchísimo que Ana Isabel se fuera a Francia por navidad, entre otras cosas porque su decisión había sido muy repentina. Antes de que pudiera hacerse a la idea se había largado, esfumado, evaporado, sin tan siquiera decir "adiós". Se sentó sobre la cama y expiró profundamente.

Tras la noche en Castril había decidido olvidarse de Belinda, considerarla tan sólo una amiga, o, en su defecto, la hija de su padrino, o incluso una alumna, pero no había podido hacerlo y, por mucho que se volcaba sobre Lola, no conseguía quitarse de la cabeza a la adolescente.

Se decía una y otra vez que era una muchacha de tan sólo dieciséis años, que era un sinvergüenza y un asaltacunas por pensar en ella como una mujer; pero ahí estaba Belinda, acudiendo una y otra vez a su mente.

Miró a su alrededor, haciendo vagar su mirada con lentitud a lo largo de la habitación de Anaís, en la que Paco le había dicho de instalarse porque las habitaciones de huéspedes estaban ocupadas.

Finalmente llegó a la conclusión de que aquel dormitorio no sólo tenía la fragancia de la muchacha, sino que Ana Isabel estaba presente entre aquellas cuatro paredes. Aquella habitación era un trozo de Belinda.

***

La libretita donde Anaís iba apuntando todas las palabras que no conocía comenzaba a llenarse de tinta gracias a Bruno y a sus amigos.

La primera vez que se había encontrado con Pierre, compañero de Bruno, la muchacha había pensado que, sin darse cuenta, se había golpeado la cabeza y sufría de amnesia, pues cuando el francés comenzó a hablar, no se enteró de nada, ni tan siquiera de una palabra. Después, Bruno le explicaría que él y su familia le hablaban más lento de lo normal, usando palabras algo formales, mientras que su amigo usaba la jerga francesa a un ritmo vertiginoso.

Aquella noche, tumbados sobre la cama de Ana Isabel, revisaban aquella libreta, pues la muchacha estaba decidida a aprender cuantas palabras pudiera, fueran de argot o no.

―Eso significa... espera, no me lo digas... significa, significa... compadre.

―¡Bravo!― replicó el francés sonriente, para a continuación decirle otra de las palabras anotadas en la libreta.

―Eso es... lo tengo en la punta de la lengua; un momento, es... ¿variedad de colores?

―¡Sí!

La española sonrió y acomodó mejor su cabeza sobre el cojín, que estaba colocado sobre las piernas de Bruno. Él, por su parte, estaba sentado sobre la cama con la espalada apoyada en el cabecero y las piernas estiradas para que Anaís pudiera poner su cabeza sobre ellas.

―¿Qué miras?― le preguntó el francés al apartar la mirada de la libreta y darse cuenta de que la chica lo observaba fijamente.

―Estoy mirando lo guapo que es mi novio.

―Si lo llego a saber no te llamo así esta mañana― contestó Bruno como contrariado, pese a lo cual, sonreía.

―¿Por qué no? Me ha encantado que me presentaras como tu novia.

Como tu quieras llamarme -Alba Navalon MartinezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora