18. Sonrisas francesas.

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Anaís no pudo evitar sonreír divertida cuando vio al muchacho bailando al son de una música que sólo él escuchaba. Sacudía la cabeza, el culo y las piernas de forma algo torpe mientras se preparaba un bocadillo, y todavía no había visto a la española, pues estaba de espaldas a ella.

Ana Isabel supuso que era Bruno, el hijo menor de la familia y con quien había hablado a través de Internet. Lo miró de arriba a bajo, dándose cuenta de que no lo había esperado así. La única vez que lo había visto a través de una video llamada parecía ya remota, y el recuerdo debía haberse contaminado.

Bruno llevaba unos pantalones tan caídos que debían vérsele al menos cuatro dedos de calzoncillos, ocultos por una camisa negra. El pelo moreno no lo llevaba demasiado largo, pero tenía suficiente como para desordenárselo, y dos coletas finas le salían de la nuca. Era algo más alto que Anaís y parecía estar en muy buena forma, aunque era de caderas estrechas.

―Hola...― saludó la española en francés colocando su mano sobre el brazo de Bruno para llamar así su atención.

Intentó hacerlo suavemente, para no asustarle, pero el muchacho dio un salto tremendo, sobresaltando incluso a Ana Isabel.

―¡Joder! ¡Qué susto!― exclamó Bruno también en galo.

―¡Lo mismo digo!

El muchacho la miró un instante, alerta, pero entonces pareció reconocerla y soltó un suspiro, intentando calmarse. Luego, sin aviso previo, comenzó a desternillarse.

―Que susto...― decía entre risas―. La leche... no sé lo que me he imaginado...

―¿Quién creías que era?― preguntó Ana Isabel, riéndose también, contagiada por las carcajadas de él.

―Ayer vi una película de miedo, y por un instante pensé que eras la protagonista... pero ni punto de comparación, tú eres mucho más guapa.

Anaís se sonrojó de inmediato y sonrió complacida.

―Soy Ana Isabel― dijo extendiendo la mano.

―Yo Bruno― contestó él. Había dejado de reírse, pero sonreía ampliamente―. Hablas muy bien francés.

―Gracias.

Ana Isabel sintió que el corazón le latía a mil por hora sin saber exactamente por qué. No podía dejar de mirar a Bruno, cuya mirada la tenía como hechizada y pensaba, sin apenas darse cuenta, que el muchacho era muy guapo, y que su sonrisa, que nunca desaparecía de su cara, era maravillosa.

―¿Quieres comer algo? Me estaba preparando un bocadillo.

―Mmm, no gracias, no tengo hambre.

―De acuerdo. Déjame que termine el mío y enseguida estoy contigo. Siéntate.

Anaís le hizo caso y ocupó una de las sillas de la cocina.

―¿Te han enseñado tu habitación?

―Sí, tu madre.

―Vale, y ¿queda algo por enseñarte?

―No, tu madre me ha hecho un tour por la casa.

Bruno se giró y la miró, sonriendo ampliamente, como si le hubiera hecho gracia lo que acababa de contarle.

―Entonces yo me reservo la misión de enseñarte el pueblo ¿vale?

―Vale.

Anaís se dio cuenta de que no podía dejar de sonreír. Incluso cuando intentaba borrar ese gesto de su cara, sus labios volvían a dibujar un arco apenas medio segundo después.

Como tu quieras llamarme -Alba Navalon MartinezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora