Me gusta esa gente que es amante de la naturaleza. En serio, me caen bien. Les gusta todo eso de meter las manos en tierra mojada, sumergir sus pies en arena, oler el aire entremezclado con el rocío y la albahaca y ver como sus perros mueven el rabo de lado a lado cuando llegan a casa. Nunca he sido de esos. Lo digo con un poco de vergüenza y miedo a que me critiquen, parece que todo eso está muy de moda. No me gusta especialmente el campo ni la montaña ni soy muy ecologista que se diga. Eso sí, hay algo que desde siempre me ha fascinado de la naturaleza. El mar. Cuando era pequeño podía pasarme horas asomado a la terraza viendo y escuchando las olas rompiendo en la orilla. Tanta fue mi necesidad de mar que un día cansado de todo decidí mudarme e irme a vivir a Barcelona. Pasé casi un año allí. Intenso y repleto de cosas que me marcaron por completo. Que me hicieron madurar y me hicieron dejar de sentirme como la persona que se marchó aquel 24 de febrero de Madrid. El chico de las historias y los amores imposibles cogió su maleta y se marchó, para volver como el que ahora os escribe rememorando todos esos momentos como si fueran historias que les pertenecieran a otras personas. Tal vez por eso me animé a escribir, porque quería que el dolor no se quedara dentro. Porque quiero recordar quién soy.
Llegué casi con lo puesto, tenía un colchón económico de mis prácticas y la beca de la universidad y un par de contactos interesantes. Enseguida me colaron en la redacción de un periódico y alquilé un estudio diminuto con vistas al mar. Por muy mal que hubiera pasado el día, salía y contemplaba aquella estampa como recargándome de energía para el día siguiente. Es como cuando te vas a la playa en verano y vuelves destrozado por lo que dejas, pero no podrías evitar volver el año siguiente aunque sepas que llorarás en septiembre. Mi teoría es que sobrevivimos todo el año para vivir tres meses. Haces grandes amigos. Y cómo no, te enamoras. Es fácil enamorarse cuando tu único cometido en la vida es disfrutar. Todos los veranos nos enamoramos de alguien o algo. O, al menos, yo. Hasta somos más guapos cuando estamos morenos y se nos aclara el pelo. Es como si la vida te lo pusiera muy fácil para que te enamorases, y después te despierta del sueño en septiembre. Cuando llegué a Barcelona busqué a uno de mis últimos amores de verano: se llamaba Melisa y la conocí mientras sacudía toda la arena de su toalla en mi cabeza. No sé, una cosa llevó a la otra y acabamos un par de noches después observando la luna llena en mitad del mar. Joder, es que es muy fácil enamorarse así. Recordaba que era de Barcelona y tenía su teléfono apuntado por alguna parte. Hacía tres o cuatro años que no nos veíamos pero estaba seguro de que no le importaría echarme un cable para moverme por la ciudad. Melisa era cinco años menor que yo. De hecho aún no había cumplido la mayoría de edad pero era alguien totalmente independiente. Creo que digo esto como exculpándome por haber estado con una menor. Nada más descolgar el teléfono se mostró amable y se presentó en mi casa dispuesta a echarme una mano. La noté muy cambiada. Había perdido mucho peso y pese a que no se le borraba la sonrisa de la cara era como si le costara mucho más esbozarla. Decidimos salir una noche a tomar algo con sus amigos para conocer Barcelona y ubicarme un poco. Conocer gente y no sentirme tan solo. Entramos a un garito muy extraño; los chicos del grupo, que ya fuera habían empezado con los porros, pasaron dentro rápidamente a la coca y el cristal. A ella la noté algo avergonzada. Pero no por ellos, más bien por mí. Debió darse cuenta que ese no era mi ambiente y que ambos habíamos madurado de forma distinta. Decidí irme del local y volví a casa dando un garbeo por la ciudad. Habría recorrido ya tres o cuatro manzanas cuando escuché a dos personas discutiendo. Me asomé y vi como una chica de pelo muy largo y rizado echaba a correr por una de las bocacalles. Otros tres tipos hacían el amago de seguirla, pero al final decidieron obviarlo. Desconozco el motivo por el que al final yo me arranqué a correr detrás pidiendo que se parase. Lo hizo y me dijo que simplemente les debía algo de dinero. Se notaba que quería darme largas. La invité a mi casa. No sé si me gustaba la chica, creo que sí, pero más bien tenía la necesidad de tener una excusa para no dormir solo. No solo de la misma cama, ni solo de la misma casa; solo de que nadie piense en ti esa noche. Aceptó y me estuvo contando un poco su historia. Resulta que venía de una familia bastante pobre, los habían desahuciado hace poco y ella se ganaba la vida como podía. Con dieciocho años se puso a servir copas y abandonó el instituto. Ella me contaba que el mundo de la noche la absorbió y que, al final, acabas debiendo dinero por beber más copas de las que sirves. Creo que fue una forma sutil de darme a entender que era un problema de drogas. Decidió irse a eso de las cuatro de la mañana y yo me quedé solo, mirando el puto mar. ¿Sabes esa sensación de no poder ni respirar por lo solo que estás? Pues eso, así que encendí el portátil y me conecté a alguna red social. Ahora no recuerdo cuál. Saludé a todos y cada uno de los conectados pero solo respondió ella. Ella, la chica del coche, la de la historia, la de la conversación. Ella. No recuerdo muy bien de qué hablamos aquella noche. Solo sé que me hizo compañía. A la mañana siguiente, cuando llegué al periódico todos estaban muy alborotados. Se habían cargado a una chica en plena calle a eso de las cinco de la mañana. Algo me dijo que había sido la que una hora antes había estado tomando algo en mi casa. Horas más tarde comprobé que sí. Pero también me enteré que no venía de una familia pobre, ni se ganaba la vida sirviendo copas. Era periodista y a su edad ya tenía un máster. Se llamaba Verónica y la noticia dejó congelada a media ciudad. Esa noche volví a sentarme en la terraza y me pasé horas observando al mar, como si pudiera devolverme una respuesta. No la encontré, pero prometí intentarlo la mañana siguiente. Creo que por estas cosas no amo la naturaleza, porque nunca me devuelve respuestas. Solo más dudas.
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Ni cinco minutos.
RomantikUn pequeño libro lleno de historias de amor. Cada capítulo no te llevará más de cinco minutos en ser leído. El resto te toca descubrirlo a ti.