Los últimos acordes de una canción pocas veces pasan a la historia. Nadie juega a "adivina la melodía" con las últimas notas de un piano. Nadie presta atención a los últimos sonidos de una guitarra, ni al último golpe de una batería. La mayoría de las veces se mezclan con los aplausos del público o el inicio de la siguiente canción. Están ahí, compuestos con la misma delicadeza y tino que el resto de la canción pero no les hacemos caso. A veces hasta los diluyen como un azucarillo, y en bucle, mientras suenan cada vez más y más bajito por no malgastar tiempo en algo en lo que nadie prestará atención. Y es que no es sencillo terminar nada. Una canción, una película, un libro, una relación o... una simple conversación. Yo soy de los que nunca sabe si la puerta se abre hacia fuera o hacia dentro. De los que se tropiezan cuando se marchan indignados, de los que no se hablan con las ex, de los que no saben si decir adiós o hasta luego. Soy de los que nunca sabrá decir la frase correcta antes de colgar el teléfono.
Será por eso que la mayoría de mis puntos finales han resultado ser, hasta ahora, puntos y aparte. Aquella semana yo andaba de un lado para otro volviendo a asentar mi vida en Madrid. Quería independizarme de nuevo, pero para eso tenía que conseguir un trabajo. No fue tarea sencilla pero tirando de contactos conseguí que me hicieran hueco en una pequeña emisora de radio escribiéndoles los chistes a los presentadores. Era un edificio de 12 plantas en pleno centro de Madrid. Cada piso era una empresa diferente, con una labor diferente y un grupo de personas totalmente distinto. La planta de arriba era una escuela de artes escénicas y la de abajo un gabinete de abogados, para que os hagáis una idea. Las charlas que se tenían en la puerta de la calle durante los descansos eran de las cosas más surrealistas que he escuchado nunca. En una de esas, y a falta de tres o cuatro días para el concierto, me monté en el ascensor con una de mis mejores amigas. Una de esas con la que tampoco supe terminar. Marta había sido mi apoyo incondicional de los 14 a los 18 años. Después nos habíamos topado alguna vez de refilón y a penas nos mirábamos a la cara. Podía contaros la historia con pelos y señales, pero os la voy a resumir con una única frase: yo me enamoré de ella. Ella nunca lo supo. Fue como ver a un ex con la que nunca has tenido nada. Como cuando se reencuentran a los actores de una serie de televisión y la parejita protagonista se mira con cara de: "tenemos a un montón de gente deseando que nos volvamos a amar cuando nunca lo hemos hecho, ¿qué hacemos?". Sí, esa cara.
La conversación fue atropellada y rara, hasta decir basta. Yo me puse muy nervioso y creo que ella no estaba mucho mejor. Suerte que su planta iba antes que la mía y no tuve que ser yo el que se despidiera.
Pasé el resto del día dándole vueltas al asunto. A qué hice mal con ella, y cómo pude alejarme sin dar explicaciones, sin necesitar llamarla todo el rato. Siempre he sido un especialista en camuflar mis sentimientos, pero creo que con ella fui un verdadero maestro. Tomé la decisión. En el siguiente concierto tenía que ir allí y hablar con Ari. Joder, al fin y al cabo habíamos hablado de ordenador a ordenador hacía unos meses. No podía ser tan inaccesible, ni yo tan cobarde para no intentarlo. Suficientes amores de mi vida había visto pasar por el arcén sin darles las largas. Me senté en un banco, me bebí un zumo de piña y, mientras veía como se escondía el sol, recibí una petición de amistad. Era Marta. El resto del día, y de la noche, lo pasamos hablando. También el resto de semana. Empezamos contándonos nuestra vida, y acabamos recordando nuestro pasado. En una de esas, yo le confesé que había estado totalmente enamorado de ella y que por eso me alejé. Tenía la necesidad de que ella supiera que no fue un capricho, ni una traición, fue una necesidad. Noté su timidez desde el otro lado de la pantalla. Asier lo bautizó como el pastel de calabazas. Creo que se entiende como concepto. A pesar de ello, me propuso quedar al día siguiente, coincidiendo con el concierto. Le dije que sí, tenía tiempo para ambas cosas. Y, para qué engañarnos, jamás hubiera sabido decirle que no. Era muy placentero saber lo que tenía que decir al despedirme. Hasta mañana.
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Ni cinco minutos.
RomanceUn pequeño libro lleno de historias de amor. Cada capítulo no te llevará más de cinco minutos en ser leído. El resto te toca descubrirlo a ti.