7. Olor a prohibido.

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Yo soy de los que se ríen cuando está prohibido reírse. "Tenéis que bajar las escaleras en ABSOLUTO silencio". Joder, yo es que no podía aguantarme. No sé exactamente qué me hacía gracia, a lo mejor es que simplemente tengo la necesidad de hacer algo si me lo acaban de prohibir. Después de unos días quedando y psicoanalizándonos continuamente había llegado el momento del beso. Lo habíamos hablado. Yo tenía la teoría de que malgastamos los besos. Los utilizamos todo el rato como si fueran una obligación. Le dije que tenía miedo a que nuestro primer beso fuera el último especial, así que retrasamos ese momento todo lo que pudimos. Pues me dio por reír. Sara no sabía si reír conmigo o cruzarme la cara. Es de esas personas que te miran y no sabes muy bien por dónde van a salir.

—¿De qué coño te ríes?

—De que me he enamorado de ti.

—¿Y eso te hace tanta gracia?

—Así es el amor supongo, te ríes por no llorar.

Nuestra relación fue extraña. Tenía la necesidad constante de pasar tiempo con ella, pero cuando llegaba la noche y me abrazaba a la almohada pensaba en otra persona. Sobre todo pensaba en la chica del coche. Aquellos días en Barcelona, mientras investigaba lo sucedido con el tema del asesinato, no podía parar de pensar en ella. Miraba sus fotos en bucle y la echaba de menos todo el tiempo. Sí, la echaba de menos. Echaba de menos a alguien a quien no conocía, con la que solo había compartido diez minutos de mi vida y un par de conversaciones a través de una pantalla de ordenador. Todas las noches antes de dormir rebuscaba en sus redes sociales buscando un mensaje subliminal. Un pretexto, una excusa para que me hablara y poder contarle lo rara que estaba siendo mi vida esos días y la necesidad que tenía de conocerla. Estoy seguro de que no era amor, amor sentía por Sara. Cada vez que me llamaba a casa, cada vez que subía sin avisarme por el portero automático, cada vez que me robaba un beso en mitad de una película, cada vez que me guiñaba un ojo en una discoteca repleta de gente... cada vez que me abrazaba sin motivo aparente, me latía el corazón como si se me fuera a salir del pecho. Me hacía sentir especial. Al fin y al cabo creo que esa es una de las claves del amor, que te hagan sentir único.

Cuando reuní el valor suficiente para ir a ver a Cruz tocar el piano en su fortín me plantee contarle la verdad. Melisa me recomendó no hacerlo, decía que había algo de ella que no le cuadraba y que nos estábamos jugando mucho. La vida, por ejemplo. La noche en la que conocí a Sara ella se enteró de que Cruz tenía gustos sexuales algo particulares. Me temía lo peor. Recuerdo aquel viernes como si fuera ayer mismo. Parece que todavía puedo oler el aroma de su puro mientras tocaba el piano. Solo él fumaba dentro del local. Todo un detalle.

Cuando acabó su actuación, y entre aplausos, me acerqué a él mientras un par de guardaespaldas no me quitaban los ojos de encima. Le di la enhorabuena por la actuación e intenté hacerle la pelota todo lo que pude en el minuto y medio que tardábamos desde el piano a la barra. Creo que le caí simpático y me permitió sentarme a su lado. Me hizo un breve cuestionario sobre mi vida al que, por supuesto, respondí improvisando. Pasamos de la barra al reservado y las botellas de champagne volaban a una velocidad trepidante. Yo de vez en cuando iba al baño para beber agua y mear intentando mantenerme lo más despierto posible. También fingí meterme alguna raya y dije que era alérgico al LSD. No sé como coló. A eso de las cuatro de la mañana, el reservado estaba lleno de gente entre matones, yonkis y algún que otro pez gordo. Cruz iba muy ciego y empezó a desvariar.

El resto del relato es demasiado crudo para contarlo sin que me vuelva a doler, el gran secreto de este cerdo era que le gustaban las menores de edad. Me largué de allí como pude y tras hacer un par de fotos me fui a comisaría. Estuve un par de meses preocupado y noqueado por la situación. Tenía miedo de que fueran a por mí. Cuando se destapó el pastel mi compañero del periódico me contó la verdad sobre el caso Verónica. Ella iba más allá, quería conocer la red de conseguidores que había detrás de todo eso. Al parecer, el modus operandi de esa gente era captar chicas con problemas familiares, ofrecerles drogas y a cambio pasearlas por los reservados de esos antros para que las sobaran un rato. Nunca cogieron a esos tipos, al menos que yo me enterase. Siempre me sentí un poco culpable. Siempre sentí que fui demasiado cobarde y me quedé en la superficie por miedo a acabar como Verónica. Ese día una parte de mí, la del justiciero, la del periodista intrépido, la del rebelde sin causa, murió para dejar paso a otra persona. Esa noche llegué a casa y me abracé a la almohada pensando en Sara y en lo cerca que había estado de no volver a verla. Cuando conseguí sincerarme con ella me hizo prometerle que no volvería a ocultarle nada. A cambio, ella me confesó que había trabajado como conseguidora de ese cerdo hacía años. Me juró que solo había sido una vez y que el miedo no le permitió denunciarlo. Me eché a reír. No sé, supongo que en ese momento estaría prohibido.

Ni cinco minutos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora