8. La llamada.

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Puedo soportar que la ropa no esté bien colocada en su sitio, que no echen agua a la taza del cacao después de tomarlo, que no metan en un plástico el sobrante del embutido e incluso puedo tolerar que dejen las puertas de los armarios abiertas. Pero si hay algo que no soporto es tener mis ideas desordenadas. Siempre que tengo una de ellas corro rápidamente hacia una pequeña libreta y apunto el concepto junto a la fecha, hora y lugar en el que surgieron. No se sabe muy bien de dónde vienen las ideas, científicamente, quiero decir; cómo de repente alguien puede pensar las palabras adecuadas y en el orden adecuado para mandarte a la mierda, o cómo generas los primeros apuntes de la ley de la relatividad. Precisamente por ese motivo me gusta adornarlo con pequeños detalles que me hagan recordar cómo me sentía en ese momento. No sé en qué día vivo y, de hecho, maldigo el momento en el que un par de seres humanos tuvieron la idea de inventarse las fechas en el calendario. Pequeños punzones que año tras año te recuerdan lo jodido que estuviste o lo feliz que eras.

Mi estancia en Barcelona continuó. No os voy a engañar, durante un par de semanas me planteé volver a casa y olvidarme de todo, pero poco a poco iba encontrando mi lugar. Bueno, más bien encontrándome de nuevo. Al principio quería perdonar todo el rato a Sara por algo por lo que no tenía que pedir perdón. O, al menos, no tenía que pedírmelo a mí; más bien tenía que perdonarse así misma. Cuando comprendí eso pude disfrutar del momento. Fueron unos meses geniales a su lado. Me enseñó a quererme. Creo que es la cosa más importante que alguien me ha enseñado hasta la fecha. Aprender a mirarse al espejo. Pero llegó una de esas fechas marcadas a boli en el calendario: el cumpleaños de mi madre. Yo quise invitar a Sara para que conociera Madrid, pero decía que no se sentiría cómoda. Ella, que era tan segura para todo, se sentía vulnerable ante la mirada de mi familia. Muy irónico.

Jamás olvidaré aquel viaje a Madrid. El asiento era especialmente incómodo y no paró de llover en todo el camino. Mantuve la misma conversación en bucle con la señora de al lado:

—Cómo llueve.

—Mucho, sí.

—Qué miedo me da, desde pequeñita.

—A mí me gusta la lluvia.

—Uuuuuh —no sé, esta onomatopeya me ha costado mucho. Creo que quería decir algo así como "qué escondes entre la lluvia, maldito psicópata, para que te guste mojarte". Resumido.

Cuando llegué a Madrid parecía que no había pasado el tiempo. La misma gente en los mismos sitios, los mismos conductores bordes de autobús y los mismos pasajeros cansados de todos los días. Alguno me miraba esbozando media sonrisa. Sé que quería decir algo así como: "joder, cuánto tiempo, pensaba que no te volvería a ver. Te veo bien, encantado de tenerte de nuevo por aquí". Pero no lo dicen. Y me parece bien, en el autobús existe esa especie de ley no escrita donde todos respetamos nuestro anonimato. Nos conocemos, pero sabemos que es un coñazo saludarnos y preferimos imaginarnos la vida del que tenemos en frente; no vaya a ser que la realidad sea un verdadero coñazo. Si alguna vez cruzas media palabra con un pasajero ya te han jodido el resto de días de tu vida para siempre. Tendrás que saludarlo y hacer como que te importa. Una lata. Me alegré mucho de ver a mi familia, los echaba de menos. Son buena gente, de verdad. Me siento muy orgulloso de ellos y creo que, al fin y al cabo, es porque en el lugar más recóndito de mi cerebro me tengo algo de aprecio y me siento orgulloso de como soy. Pasé unos días por allí visitando a mis amigos y excompañeros de clase. Me veían más fuerte, más guapo y con más barba. Yo a ellos los veía más gordos, más calvos y más tontos, pero no quería romper el momento. El último día antes de volver salí de fiesta con unos cuantos. Me emborraché hasta ese punto en el que olvidas los trayectos. Tú sabes que estuviste en una discoteca, un bar o una casa, pero no recuerdas como recorriste esa distancia. Es lo más parecido a ser Goku que he vivido nunca. A la mañana siguiente revisé mi libreta de apuntar pensamientos. Con una caligrafía que deja mucho que desear estaba escrito "llamar--y un número de teléfono". Lo hice.

—¿Sí? —hay dos clases de personas: las que dicen: ¿? al descolgar, y las que dicen: hola. Luego hay un selecto grupo que dice: dígame, pero son una minoría a la que no tendremos en cuenta.

—Hola —ok, ahora es cuando le explicas que en tu libreta de apuntar pone que tenías que llamar a este número. Sin recordar mucho más.

—Hola... —era una voz femenina.

—Emm... verás, resulta que había dejado por ahí apuntado que tenía que llamar a este teléfono y... pues eso.

—Me estás tomando el pelo, ¿no?

—Te juro que no. Mira, te seré sincero, anoche me pillé una mierda como un piano y alguien, o... quizá tú, quién sabe, me dio este número de teléfono.

—Desde luego no fui yo. Ahora me dejas con la duda.

—Ya, qué faena. Bueno, pues... no sé, ¿te llamo cuando lo sepa? —fantástico. Cuando estoy nervioso soy sencillamente fantástico en mis respuestas.

—Sí, no sé. Si no te lo cojo es porque estoy ensayando —ahí estaba el quid de la cuestión, fue como cuando encuentras la pieza de la esquinita de un puzzle.

—Eres... ¿Ariadna?

—Sí... ¿Me conoces?

—Sí, y tú a mí también.

La conversación prosiguió por los cauces normales. Ari era... ella. La chica del coche, la de los sueños, la de la historia. Tal vez esta no sea la mejor manera de presentarla, pero fue la forma en la que todo empezó de verdad. Aquella noche entre chupitos y cubatas yo le pregunté a un amigo que la conocía sobre ella. A él le extrañó que le preguntara por alguien con quien apenas había cruzado unas palabras y acabó dándome su número, porque tuvo la genial idea de que estábamos hechos el uno para el otro. Asier, que así se llama mi amigo, terminó contándomelo unos minutos después. De esa conversación salí como pude. Le dije que alguien me había dicho que tocaba muy bien y que quería escucharla un día. Ella me dijo que actuaba esa misma semana y... yo acabé posponiendo mi vuelta a Barcelona solo para estar allí. Sara esperaba en Barcelona, paciente. Mientras, yo sentía que le era infiel de alguna manera que aún no comprendo. Creo que de la manera más íntima y dolorosa con la que alguien le puede ser infiel a otra persona. No sé por qué ella apareció en mi cabeza aquella noche. Ni de dónde vino la idea de Asier de apuntar el número para llamarla, pero todavía no sé si se lo agradeceré toda la vida o no se lo perdonaré jamás. Tal vez sea el destino el que maneja las ideas. O simplemente están ahí y es el destino el que escoge cuando deben aparecer. Apunté en mi libreta el concierto de aquella noche... cómo si fuera a olvidarlo.

Ni cinco minutos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora