Hay momentos en la vida que son canciones. Sin muchos más matices ni muchos más recuerdos. Esa mañana era Hurt de Johnny Cash y la lluvia inundaba el cielo de Barcelona como poniéndose de acuerdo con la radio. No había pegado ojo en toda la noche y acumulaba ya el cansancio de un par de días entremezclado con ese malestar que me produjo la noticia del asesinato. Todo eso me venía grande. Piensas que a ti no te va a tocar vivir ese tipo de cosas. Al final te das cuenta de que no eres especial. O al menos no en ese sentido. Yo me percaté a los quince años. Los vecinos de arriba alquilaron el piso a una pareja de unos treinta años. Él era alto, calvo y apestaba a colonia barata. Ella era morena y muy bajita. A mi me caían simpáticos hasta que un día escuché como ella le suplicaba que le dejara de pegar. Yo pensaba que ese tipo de cosas solo le pasaban a los que salían en los telediarios o los programas del corazón. Que a mí no me iba a tocar el vecino maltratador. Por suerte reaccionamos a tiempo. Pero esta vez era distinto. Nadie podía devolverle la vida a esa chica, ni yo podía retroceder en el tiempo para preguntarle cómo vengar su muerte. Porque, en serio y aunque suene a cine, yo me levanté aquella mañana con intención de impartir justicia. Después de ir a testificar y de vuelta en el autobús se me pasaron las ganas de golpe y me entró un miedo terrible. Sé que insisto mucho en lo solo que me sentía en aquella ciudad pero es que es de las pocas cosas que recuerdo con nitidez de esos días. Quería abrazarme a alguien y ponerme a llorar sin motivo aparente. Sin justificación. No quería explicarle a nadie que esa chica no me daba pena, lo que me daba era miedo. Miedo de ser el siguiente, de haberme metido en la boca del lobo. Llegué a casa y tras echarme una pequeña siesta encendí de nuevo el ordenador. La verdad es que estaba dispuesto a abrirle conversación y contarle todo lo ocurrido, pero se planteaban dos problemas: el primero, es que era bastante raro que yo le abriera conversación dos días casi consecutivos a una persona con la que no había hablado jamás; y la segunda, es que no iba a sonar muy bien eso de que hubiera pasado el viernes por la noche con una persona que horas más tarde fue asesinada. Creo que no es la clase de puto loco que quería parecer. Ahora que lo pienso, de algún modo ya me gustaba; apenas me había fijado en sus fotos ni sabía qué le gustaba o si tenía hermanos... o un novio. ¡O una novia! Pero la verdad es que ya debía de sentir algo por ella. No sé si por cómo me habló o por lo que sentí cuando la conocí, pero algo mágico había entre nosotros. Me entró verdadera curiosidad y di un rodeo por sus redes sociales. Tenía novio. Creo que me hubiera dolido menos lo de la novia. En ese momento no le di demasiada importancia, pero ahora solo de recordarlo ya me duele.
Cogí mi mochila y me fui al periódico. La gente me miraba un poco raro, debe ser que se habían enterado de la noticia y ninguno tenía huevos a preguntarme nada. Detesto a la gente cobarde, a los pelotas y a los que quieren quedar bien con todo el mundo. Ese lugar estaba lleno de esos. Al final, uno se atrevió a dirigirme la palabra. Me dijo en petit comité que él conocía a Verónica, que habían estudiado juntos y que debía haberse metido en algo muy gordo. Dejó su número de teléfono apuntado sobre mi mesa y se marchó pidiéndome que lo llamara si me enteraba de algo.
No me preguntéis por qué, pero según pasaban las horas se me iba quitando el miedo e iba ganando en curiosidad. Tenía pocos recursos de los que tirar así que decidí hablar con la única persona que podía tener algo de información sobre el tema. Melisa tardó 27 llamadas en cogerme el teléfono y se cagó en mi unas 37 acto seguido. Eso sí, en menos de 20 minutos la tenía en la puerta de casa con unas ojeras hasta el suelo. Me contó que la gente de los suburbios estaba bastante alterada y que muchos de sus amigos la conocían de vista. Verónica trabajaba como camarera en el local del que la vi salir. Al parecer, el dueño es un pez gordo. Se dedica a la venta de droga, pero utiliza ese lugar como parte del menudeo por la zona. Pero Melisa insistía en que tenía que haber algo más. Yo también lo creía, nadie corre tanto peligro por un tema de drogas. No lo hace la policía, como para que una periodista con un buen colchón económico decida meterse en esos temas durante tanto tiempo. Cogí mi chaqueta de cuero y fui con Melisa para allá. Antes de entrar me abrazó y me hizo prometerle que volveríamos a ver la luna llena juntos. Yo le hice prometer que no volvería a meterse nada demasiado fuerte. Nos besamos y entramos de la mano en aquel antro. Es curioso, yo no sentía nada por esa chica y apuesto que ella no sentía nada por mí, pero ambos teníamos tanto miedo que necesitábamos saber que había otra persona en el mundo a la que le dolería nuestra pérdida. Fue como si hiciéramos un pacto de despedida en el que los dos nos quedábamos mucho más tranquilos sabiendo que fuimos algo para alguien. Que fuimos parte de algo. Según cruzaba las puertas de ese sitio y el gorila de la puerta revisaba el bolso de Melisa me vino a la cabeza la imagen de unas cuantas personas que habían marcado mi vida. Vi a mi abuela, mis padres, mi primer amor del colegio del que os hablé, y la vi a ella. Vi a la chica del banco otra vez en ese maldito coche que nunca ha existido. Cuando quise darme cuenta ya estábamos en la barra pidiendo unas copas. De fondo se escuchaban las bolas del billar golpear entre ellas y una vieja gramola en la que sonaba una canción. Era Hurt de Johnny Cash. Lo que os dije, hay momentos en la vida que son canciones.
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Ni cinco minutos.
RomanceUn pequeño libro lleno de historias de amor. Cada capítulo no te llevará más de cinco minutos en ser leído. El resto te toca descubrirlo a ti.