1. Aquella carretera.

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Siempre he tenido el mismo problema desde que era pequeño. No sé contar una historia. La gente decía que sí, que era muy bueno con eso y que todo el mundo se reía, lloraba, o, al menos, prestaba atención. Es verdad que me gustaba ese momento mágico, como si todos estuviéramos alrededor de una hoguera y yo fuese el tipo que iba dando las pautas. Pero la realidad es que jamás he quedado satisfecho con eso. No encuentro el punto de partida y eso siempre me ha parecido muy importante. A veces la gente piensa que las cosas suceden cuando pasan, pero no siempre es cierto. A veces las cosas pasan mucho antes de que sucedan. Tal vez sea eso, tal vez ese sea el verdadero problema con eso de contar las historias. La gente cree que es bueno el que recuerda la conversación, el lugar, la hora y algún que otro detalle de importancia aparente. Pero eso solo da florituras a la historia. Para mí eso no es suficiente, lo verdaderamente importante para contar una historia es hacer sentir al otro como te sentías tú en ese preciso instante. O cómo se sintió el protagonista. Creo que todos esos matices los voy perdiendo por el camino y que por eso nunca seré un gran contador de historias. En serio, ¿cómo vas a contarle a alguien lo mucho que te gustó aquel perro que viste si no eres capaz de expresarle la mirada de ternura con la que deslizó sus ojos en tus pupilas? Ese maldito perro te miraba como podía mirar a un armario, una piedra o un pato, pero tú lo sentías diferente. Bueno, un pato no. Para un perro un pato es algo especial, es algo que no ve de forma cotidiana. Siento deciros esto pero para un perro la mayor parte de las veces somos algo muy aburrido. Como un armario o una piedra. Bueno, a lo que íbamos. Para mí es complicado contar todo esto. Básicamente porque no sé qué quiero contar pero sí a donde quiero llegar. Y como ya os he dicho, para ello debo empezar mucho antes. Mucho antes de que se produjera esta conversación:

—¿Te gusta Mario Casas?

—No mucho.

—¿Y Justin Bieber?

—No, Dios, en absoluto.

—Me alegro, ¿Brad Pitt?

—Sí, claro, Brad Pitt sí.

—Vale, pues tú eres mi Brad Pitt. Eres esa persona con la que jamás te imaginas abrazada en una cama porque nunca puedes soñar tan alto. Ni tan lejos, ni tan prohibido. Soy como esos perros domésticos que persiguen a sus presas y jamás sabrían qué hacer si las alcanzasen.

Sí, reconozco que esa última frase la había copiado de algún tweet reciclado, pero era una buena frase. Siempre estamos muy ocupados de apropiarnos de las palabras, de que todas las citas tengan un autor. Las citas son de aquellos que las sienten. Ella, esa chica, era alguien especial. Pero no la clase de chica especial que escribe sin faltas de ortografía, escucha música que casi nadie conoce y sabe que ese día te has peinado para el otro lado. No, es de la otra clase de chica especial, la que no es fácil de explicar. ¿Sabéis? La primera vez que la vi me paso algo muy extraño. No tenía curiosidad por conocerla, ni siquiera me imaginé besándola o cruzando una sonrisa. La primera vez que la vi nos imaginé en un coche. Yo llevaba gafas de sol y un reloj en la muñeca izquierda. Conducía. A mi lado, ella iba recostada con los pies sobre los asientos y tapada con su abrigo. Se hacía la dormida pero no lo estaba, abría los ojos y me miraba con una sonrisa tímida. No sé donde íbamos pero era un día gris, llovía a ratos y no teníamos intención de parar. Es raro porque yo no suelo llevar reloj, ni tengo coche, ni me molesta que la gente ponga los pies sobre los asientos (y reconozco que aquella vez era como si se lo estuviera consintiendo, por ser ella). Y es curioso, porque creo que lo que me gustó de todo esto fueron los pequeños detalles. Ella era quien me protegía, quien vigilaba que no me quedase dormido. Se tapaba con su propio abrigo porque no hacía falta que ningún machito le prestase el suyo. Y no le importaba el día que hacía, le importaba que yo estaba allí dirigiendo aquel coche. Sí, todo eso pensé la primera vez que la vi. Decidme si eso no es especial. No sé si fue amor, supongo que sí. Nos han enseñado a catalogar el amor. Los libros y el cine nos dicen si es una comedia o un drama, la sociedad nos dice si es o no legal y el tiempo nos aconseja si es o no apropiado. Se habla tanto del amor que ya me he cansado. Está todo dicho y con casi nada estoy de acuerdo.

La primera vez que creo que me enamoré tenía diez años. Una profesora de prácticas de unos veinticinco. Era morena pero con algunos reflejos caoba, alta y con la piel bastante morena. Los ojos verdes y las pestañas muy largas. Bueno, la verdad es que no lo sé a ciencia cierta. Mi mente la recuerda así, pero lo más probable es que haya cambiado su modelo físico a mi antojo a lo largo de los años sin casi darme cuenta. Entraron como cuatro o cinco a la vez y esta en concreto fue a la clase de al lado. Mis amigos decían que una de ellas era mucho más guapa que esta. Era algo que realmente me molestaba, yo no había visto a nadie tan guapo nunca y ellos no eran capaces de verlo. Cuando acabó las prácticas lo pasé bastante mal. Aunque era un niño sabía que no podía tener nada con ella, pero tampoco lo anhelaba. Me hubiera bastado con que un día pasara a darnos clase y me lanzara una sonrisa o se aprendiera mi nombre. No creo que el amor no correspondido sea doloroso, creo que no todos le exigimos las mismas cosas a todos los amores. Para mí la felicidad en aquel momento era que ella supiera que existía. ¿Y quién sois vosotros para decir que no la amaba? No hace demasiado me la topé en el autobús. Como os he contado antes no sé si era ella pero yo sentí que lo era. Se me aceleró mucho el pulso y me moría de vergüenza con solo mirarla. No le dije nada, pero me hubiera gustado. Sí, en serio, me hubiera gustado escribirle una nota diciéndole que me enamoré locamente de ella cuando tenía diez años. Seguramente hubiera pensado que era un puto demente y lo hubiera contado entre risas a sus amigas un viernes por la noche. No quería ser el puto loco de esa anécdota, y de otras tantas así que me alegro de haber tomado esa decisión. No tanto de otras en ese mismo autobús.

Sí, para mí el autobús es un lugar mágico. La mitad de lo que sé de la vida lo he aprendido en un autobús. La otra mitad esperando en la parada. Tienes un montón de tiempo en el que te encuentras ahí, tú solo, rodeado de gente que no conoces y sin poder hacer mucho más. Admiro, a la par que detesto, a toda esa gente que es capaz de leer, escribir, estudiar o hablar con alguien por teléfono mientras va en autobús. Son incapaces de disfrutar ese maldito momento. Tal vez si, yo fuera uno de esos no hubiera sentido eso la primera vez que la vi. El autobús es un lugar para enamorarse. Yo me enamoro dos o tres veces al día allí. En serio, es amor. Dejaría todo por esa persona y le diría que la amo solo por como ha colocado las piernas y se ha atusado el pelo. Pero no, tampoco quiero ser ese puto loco y la dejo marcharse sin que lo sepa. Se irá a casa sin saber que ha sido amada. Pero como os he dicho, esto fue especial. No vayáis a pensar que la conversación de antes se la solté así sin más. Es todo mucho más complejo, es todo mucho más difícil. Y sobre todo, es mucho más largo.

Ni cinco minutos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora