15. Cuadrados negros y blancos.

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De niño me gustaba jugar al ajedrez. Una vez escuché que jugar al ajedrez y reírse con Woody Allen eran dos formas de divertirse haciéndote más inteligente por el camino. La segunda debo reconocer que todavía me cuesta. Tampoco es que sea un maestro del ajedrez, pero disfruto la lentitud de sus partidas. Decía Borges que se odian dos colores. Blancas o negras, debes escoger. Cada figura tiene movimientos propios, la reina es la más poderosa y el rey la más importante. Pero, de todas las piezas, yo me quedo con los peones. Como metáfora. Son los únicos incapaces de retroceder en el tablero. Es fácil acabar con ellos pero si llegan al final tienen otra oportunidad. Se convierten en otra figura y te ayudan desde el lado enemigo.

Era complicado jugar una partida de ajedrez con Marta. Con ella todo va como a cámara rápida. Es una especie de muerte súbita constante en la que ella no para de cometer errores en su propio perjuicio y tu te pasas la mitad del tiempo disculpándola. Pero aquella tarde era distinto. Hablaba con pausa, estaba visiblemente nerviosa y era incapaz de mirarme a los ojos. Cuando estaba a punto de terminarme el segundo café escuché como cogía aire y tras suspirar comenzaba su discurso:

—Bueno, a ver. ¿Sabes lo que me pasó la primera vez que hice un ceda al paso? Me frené en seco. Dudé, y acabé parándome. Y en un ceda al paso no te puedes parar. No puedes dudar. Mi vida es un ceda al paso. Todo el rato. Acabo dudando tanto que al final siempre me quedo parada y pierdo la oportunidad de incorporarme. Cuando llegué a mi casa y mi hermana me contó que habían preguntado por mí supe que eras tú. Nadie del trabajo sabe donde vivo. Quise explicarte lo que pasa pero no te encontré. Supongo que no me dejaste buscarte, estás en tu derecho. Pero no soy de esas. No soy de esas que te escribe algo bonito en una nota y después se va a casa de su novio a pasar la noche. Hace casi un año lo dejé con él. No me quería y yo no quise verlo. Me he pasado tanto tiempo convenciendo a los demás de que me quería que acabé creyéndolo yo. Yo quería que me pidiera matrimonio en París, que me diera una vuelta por los canales de Venecia y... no me hubiera importado comprarme un vestido amarillo y creerme Bella bailando con Bestia. Pero la realidad es que en la Torre Eiffel hay carteristas, Venecia huele a agua estancada y Bestia no se va a convertir en un príncipe. Y entonces no sabes donde estás. No quieres contarle a los demás tu fracaso porque eso lo convierte en realidad. Y prefieres vivir engañando a todo el mundo. Como siempre, fingiendo que las tardes que pasas en la biblioteca viajando entre libros estás dando paseos por el Retiro agarrados de la mano. Haciendo creer que ese anillo del que te encaprichaste cuando pasaste por esa joyería fue su regalo por San Valentín. Y que las noches en casa de mi abuela son de pasión en la suya. ¿Pero sabes lo peor? Que no me siento mal por eso. No me siento mal por engañar a todo el mundo. No me siento mal porque pensaras que estaba con él. Es mucho peor. Me siento mal porque sigo enamorada. Porque sigo confiando en que algún día cambiará y me pedirá perdón. Y yo le diré que no tengo nada que perdonarle. Y nos abrazaremos. Y me habré vuelto a engañar. Yo... yo solo quiero a alguien como tú. A alguien que sepa que intento no pisar el cebreado de los pasos de peatones aunque no me lleguen las piernas, a alguien que sepa que leo la última palabra de los libros antes de empezarlos, a alguien que sepa que tengo miedo de no abrir la puerta para el lado correcto... alguien que me quiera por como soy y no por lo que parezco. No te quiero. Pero me encantaría.

Ella escogió blancas. Y las blancas salen. Y en a penas tres movimientos ya me había dejado en jaque y comido la mitad de las piezas. Imaginé al peón que quedaba, haciéndose hueco entre las torres con la esperanza de llegar al final. Yo era ese peón. Perdido y sin poder retroceder. Ya no colaría ninguna excusa de las mías con las que hubiéramos firmado tablas. Agarré la mano que tenía apoyada sobre la mesa y le prometí que la acompañaría a la biblioteca una de esas tardes. Me abrazó y ambos nos echamos a llorar. Jaque Mate.

Ni cinco minutos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora