14. Cuenta atrás.

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"Tardo... nada, un minuto". Sabes que no es un minuto. Un minuto es lo que tardas en ir a la cocina a por un vaso de agua y traerlo de vuelta. ¿Cómo va a vestirse y pintarse en un minuto? Te está estafando. Pero te dejas. Total, esto te lo hace cada dos por tres. Que por cierto, son seis. Seis minutos para que venga el autobús, estás de enhorabuena. Bajas a toda prisa, las escaleras de tres en tres. ¿Dónde he metido mi bolso? Se escucha desde el sexto. Te he dicho mil veces que estaba en la mesas encima de tu cuarto. Hemos llegado a tiempo, choca esos cinco.

Formábamos un buen equipo. Creo que esa era la clave de todo. Marta era la típica chica con la que te pondrías de pareja en una carrera de piraguas. Probablemente jamás llegarías el primero, pero era un placer tirarla al agua. Y reírse. Con ella. Me pasé días evitándola. Por una parte quería que ella supiera lo enfadado que estaba por no haberme dicho que tenía novio. Por otra, me moría de la vergüenza solo de imaginar la cara de fracasado que debía tener en esos momentos. Cambié turnos para no entrar al mismo tiempo, hice horas extras para no salir a la vez, subí por las escaleras para no cruzármela en el ascensor y apagué el teléfono para no tener que descolgarlo. Pasé tantas horas en la radio que un día me invitaron a participar. Era uno de estos programas nocturnos que tanto me gustan donde la gente cuenta su vida esperando que el destinatario esté al otro lado. Que no parece probable, porque a las cuatro de la mañana solo los delincuentes y los vigilantes de seguridad están escuchando la radio. Y, sinceramente, creo que no convienen ninguno de los dos como pareja. Utilicé un pseudónimo, Señor Z. Todavía no entiendo por qué; supongo que ese libro sobre los GAL tuvo algo que ver, no lo sé. La necesidad era la de ocultarme y poder interpretar mejor un personaje. Aquella primera noche conocí a Sofía, una señora de setenta años que vivía con doce gatos y un cerdo. No, el cerdo no era su marido. Hablo de un animal de los de verdad. Sofía iba como cada año a su pueblo de Soria para la matanza y hacía lo imposible por indultarlos a todos. Sin éxito. Salvo este último año, que decidió robar a Mariano y llevárselo a Móstoles para darle una vida mejor. Después apareció Roberto que buscaba a su amigo de la juventud Ignacio, que sabía que escuchaba estos programas desde joven y era un maestro en el noble arte de la cerbatana con boli bic por aquel entonces. Al día siguiente, Rocío nos contó su drama: su novio la había dejado después de diez años juntos porque había descubierto su verdadera vocación, seminarista. Ave María purísima. Y así fueron pasando los días y los programas. El señor Z era, sobre todo, sincero. Le dijo a Sofía que Móstoles no era sitio para criar un cerdo, a Roberto que la gente cambia y probablemente Ignacio jamás iba a escucharle, y a Rocío que lo que le dolía era su orgullo, no su relación. Hasta que llamó ella. La señora A. Una voz distorsionada que noche tras noche opinaba sobre todas las historias y acababa haciendo una reflexión final digna del mejor poeta. No sé cómo pero empecé a tontear con la señora A. Me la imaginaba con rulos y bata, fumando sentada junto a la ventana y su marido roncando en la cama. Pero aún así me gustaba que se creara esa tensión. Una noche mandó un ramo de flores a la redacción, para mí. "Qué aburrido es eso de que sean las chicas las que reciben flores, ya es hora de darle la vuelta". Firmaba "de tu admiradora, la señora A". Después llamó para reclamar la autoría y demostrar que no había sido ningún impostor. Sonreí.

A todo esto Jana se pasó varias veces por la redacción. Incluso se quedó escuchando el programa al otro lado del cristal alguna vez. "Me gusta verte feliz aún sin estarlo". No lo entendí muy bien pero creo que se dio cuenta que no estaba enamorado de ella. Ya no. La mitad del tiempo lo pasaba pensando en Marta, y la otra mitad en Ari. Escuchaba sus canciones en bucle intentando encontrar algún mensaje que me hiciera tener la más mínima esperanza. Cuando hablaba de desamor la imaginaba discutiendo con el novio y eso me hacía absurdamente feliz. Ya sé que eso del amor debe ser desinteresado y que si ella está feliz yo debo estarlo pero no estoy en una comedia romántica ni en una telenovela americana. Yo solo quería decirle que era la chica más impresionante que había visto y que había dejado toda mi vida en Barcelona solo por como tocaba la guitarra. Bueno, y pedirle perdón por no tomarla en serio la primera vez que la vi. Ah, y llevármela en el coche lejos, muy lejos. Justo ese día y a eso de las seis de la mañana bajé con mis flores en el ascensor después de hacer el programa. Salí por pura intuición, el ramo ocupaba todo mi campo visual. Al otro lado estaba Marta, mirando el cielo y el resto ya os lo podéis imaginar. De ir en coche hubiéramos acabado firmando un parte amistoso. Tras las cuatrocientas veces que nos pedimos perdón ella acabó recogiendo sus gafas del suelo y descubriendo con asombro mi ramo de flores.

—¿Para quién son?

—Pues... para mí.

—¡Anda!, ya era hora que alguien le diera la vuelta a eso de los detalles —mientras se reía de su chascarrillo recordé la nota del ramo. ¿Marta era la señora A?

—Sí... eso parece —estaba fuera de combate, no me culpéis por esto.

—Bueno... yo me subo a trabajar ya que tengo mucho atrasado.

—Y yo me voy a dormir, que ya va siendo hora —tranquilos, sabéis que soy de los que evitan la detonación de la bomba en el último segundo.

Justo cuando estábamos a punto de despedirnos ella se giró y se acercó un poco a mí. Sin mirarme a los ojos dijo:

—Sé que el otro día preguntaste por mí, he intentado llamarte pero... no sé, debes tener el teléfono estropeado —iba a poner alguna excusa barata, pero por suerte me cortó a tiempo y continuó el discurso—. ¿Podemos quedar mañana? Bueno, quiero decir, hoy. Esta tarde. En unas horas. A ver, suficiente para que duermas y... —ahí la corté yo. Marta es especialista en meterse en jardines, pasear en ellos, regarlos, volverse alérgica y acabar poniendo todo perdido de mocos.

Claro que le dije que sí, en el fondo lo estaba deseando. Pasé toda la noche muy nervioso y dándole vueltas al asunto. En el peor de los casos sería otra decepción amorosa, en el mejor una declaración de amor que finalmente no pudo llegar a producirse aquella noche. Una parte de mí se negaba a pensar que fuera así. Al menos la chica que yo solía conocer jamás haría algo así. Y realmente a ella no la veía tan cambiada. El paso de tiempo nos afecta a cada uno de forma distinta, está claro, pero Marta seguía pareciendo la misma persona insegura y repleta de verdad. ¿Y quién era yo? Aquella mañana me miré al espejo sin poder pegar ojo y comencé a azotarme con dosis de realidad. Dejé de ser yo para dar paso al señor Z y golpearme con la brusquedad que lo hace un desconocido. En cuestión de meses había hecho daño a demasiadas personas y estaba seguro de que estaba a punto de hacerle daño a otra.

Estaría allí en poco más de diez minutos. Unas nueve veces me cambié frente al espejo. Ocho minutos le quedaban al metro y siete escalones me separaban de la calle. Ahí ya solo eran seis las veces que me replanteé volver a casa, y cuando quise darme cuenta ya solo quedaban cinco minutos. Cuatro vistazos rápidos al móvil para ver la hora sin saber cuál era. Tres sonrisas desde que nos dimos cuenta que ya estábamos allí. Nos dimos dos besos y pedimos un café. Otra vez a tiempo.

Ni cinco minutos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora