¿Conoces la sensación de precipitarte irremediablemente a un precipicio? Es como en esos sueños que te levantan de un sobresalto donde tu capacidad motriz se ve ligeramente reducida. Lo suficiente para no poder evitar la caída, o colisión de turno, que te hace despegarte de la cama a la velocidad de la luz. La putada de precipitarte irremediablemente a un precipicio cuando estás despierto es que al abrir los ojos no vas a estar en tu cama. Nada va a mejorar, nadie va a poder pellizcarte. Debes salir del fondo tú solo. Eso en el mejor de los casos. Con el tercer cubata en mi mano y Melisa a mi izquierda no podía parar de pensar que ya no había vuelta atrás. Pensé un par de veces en recular y coger el primer taxi que pasara, pero tenía la sensación de que ese fantasma de la culpa me acompañaría allí donde fuera. La verdad es que no sabía muy bien qué hacía allí. Creo que esperaba ver una salita donde el jefe me esperase acariciando un gato y unos matones me llevasen directamente al matadero. Pero no. Todo allí era normal. Lo normal en un antro, quiero decir. El suelo era pegajoso, el ron era de una calidad pésima, la gente hacía cola para entrar a los aseos y la señora del guardarropa era bastante antipática. Melisa, que ya iba un poco borracha, me dijo que se salía fuera a fumar y de paso cotilleaba un poco con el gorila de la puerta. Aprobé su plan, en vista de que no iba a encontrar uno mucho mejor. Al poco rato de que se marchara una chica se acercó a la barra. Era increíble. Si no fuera por su indumentaria hubiera dicho que era la gogó del local, o una de esas chicas imagen que tanto me han inquietado desde siempre. Iba con unos vaqueros, unas zapatillas bajas y una coleta. A pesar de que tampoco iba maquillada la gente se daba la vuelta cuando pasaba. Pidió una cerveza, cogió un taburete y se sentó a escasos metros de mí.
Ahora tengo dos opciones. La primera es engañaros y decir que me pareció buena idea hablar con ella para sacarle información, ya que parecía estar familiarizada con el ambiente. La segunda es contaros la verdad, me gustó nada más verla. Nunca le he entrado a una chica de esa forma que sale en las películas. Soy un tipo más bien vergonzoso y me gusta que las cosas salgan lo más natural posible. Creo que no sabría decirle al camarero que la invito yo a la próxima copa y guiñarle un ojo a distancia, para más tarde preguntarle si estudia o trabaja. No soy de esos. Me bebí el cubata a toda prisa y esperé a que el camarero estuviera lejos para poder gritarle y que ella me oyera. Le pregunté si vendían cervezas, él no me escuchó y ella se giró y me mostró la que sostenía en su mano. Me guiñó un ojo y esbozó una sonrisa de medio lado. Normalmente mis planes de conquista no funcionan tan bien. Un día entramos a un autobús repleto de chicas de mi edad a las tantas de la mañana, todos con una borrachera alucinante, y decidí que era buena idea tirar los vasos de mini para ir pidiéndolos y entablar amistad con algún grupo. Acabamos bebiendo todos a morro. A lo que iba, el caso es que aproveché el primer contacto para pedirle un cigarro. No fumo, pero es lo primero que se me ocurrió. Sacó un paquete de su bolsillo y lo lanzó a través de la barra:
—¿Quiere algo más el señorito? —añadió con cierto aire burlesco.
—Algo para cenar y un par de entradas para el cine, ya que preguntas —ay, no sé, no estaba muy inspirado.
—Estos sitios son como los restaurantes cinco estrellas, se viene cenado y con la cartera a rebosar.
—Nunca he ido a un restaurante cinco estrellas, y dicho sea de paso tampoco había venido nunca a un local así. Creo que estoy orgulloso de las dos cosas —sonó elitista de cojones. Pero esperad, en serio, lo arreglé después.
—Pues tengo buenas y malas noticias. La buena es que el Bulli cerró hace unos cuantos años. La mala es que estás perdiendo tu tiempo en el peor garito de la ciudad —agarró su botellín y se disponía a irse a otra parte.
—Yo también tengo buenas y malas noticias —sonrió y se quedo a medio paso esperando mi respuesta—. La mala es que tú también estás en el peor garito de esta ciudad. La buena es que si nos lo proponemos podemos dejar de perder el tiempo —no, aquí no es donde lo arreglé.
—Vaya, qué original, el machito salvavidas proponiendo sexo apoyado en la barra de un tugurio. Nunca lo había visto en directo.
—Vaya, qué original, la mujer independiente que se piensa que todos los hombres estamos locos por acostarnos con ella. Nunca lo había visto en directo —en ese momento no sabía si iba a volver a sonreírme, o me iba a pegar un guantazo que me tiraría de la silla. Hubo un silencio largo y me vi obligado a interrumpirlo—. ¿Vienes mucho por aquí?
—Lo suficiente para haberle cogido cariño —volvió a sentarse en la silla.
—Eso suena a mucho tiempo.
—Celebré mi dieciocho cumpleaños aquí.
—Suena a eternidad, pero no lo parece.
—No mejoras si quieres que hablemos de mi edad —cuando ella te induce a la conversación es que algo has hecho bien. Probablemente no sabes qué, pero algo has hecho bien—. La pregunta es, ¿qué haces tú aquí?
—Investigar un asesinato —no sé, de verdad que no sé por qué cojones dije eso. Soltó una carcajada y le pegó un trago a la cerveza.
—Buen intento —menos mal.
A veces, la mejor forma de que no te pillen en una mentira es diciendo la verdad. Suena tan disparatada que nadie te cree. Una vez escuché como la madre de un colega le recriminaba su poco éxito en los estudios. Ella le preguntaba insistentemente cuál era el motivo y él le respondió que "se pasaba el día entero fumando canutos y bebiendo cerveza del Mercadona". Lejos de creérselo, incluso le pareció gracioso y me miró sonriendo y murmullándome "qué cosas tiene este chico". Me costó mucho aguantarme la risa.
No sé muy bien cómo prosiguió la conversación. Sé que hablamos de cine, de música, de libros y de borracheras. Conseguí sonsacarle que el dueño del local se llamaba Santiago de la Cruz, y que todo el mundo le llamaba Cruz a secas. Que era gordo con el pelo canoso y barba a juego. Que venía todos los viernes al local, tocaba el piano un rato y nadie se atrevía a criticar la música por miedo a que le dieran una paliza. Cuando me enteré de esto último aplacé mi plan y me centré únicamente en Sara, que así se llamaba la chica. Cuando Melisa bajó la noté bastante fumada y la acompañé a que cogiera un taxi hasta mi casa con un juego de llaves que me había cogido esa misma tarde por si pasaba algo. Me dijo que se había enterado de alguna cosa y que me contaría mejor al día siguiente. Después, yo me fui con Sara dando un paseo y entramos en un cine que encontramos abierto a eso de las dos de la mañana. Cuando salimos me invitó a su casa y pasamos el resto de la noche hablando de todo un poco. Era una chica diferente, mucho más madura y vivida que la mayoría de las mujeres que había conocido hasta la fecha. Se mostraba como un mundo nuevo repleto de misterios y millones de cosas por mostrar. Yo no puedo mentiros, no pensaba marcharme de allí sin descubrirlos todos. ¿Conocéis la sensación de precipitarse irremediablemente a un precipicio? Pues eso.
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Ni cinco minutos.
RomanceUn pequeño libro lleno de historias de amor. Cada capítulo no te llevará más de cinco minutos en ser leído. El resto te toca descubrirlo a ti.