RIVER.
El tic tac del reloj antiguo en la mesita de luz comenzaba a irritarme. Giré de costado y miré el reloj. Mierda. Solo eran las 7:30. Tenía toda la noche en una casa vacía. June y su niño habían ido a la casa del rancho al otro lado del prado, dejándome sola y aburrida.
Debería estar feliz con esto, me dije.
La tranquilidad debería gustarme. Era algo que no solía tener mucho. Por muchísimo tiempo, la había anhelado rodeada del ruido de Hollywood y toda la locura de mi vida. Sin embargo, ahora, atrapada en esta casa, sola con mis recuerdos, era ciertamente sofocante. Así son las cosas cuando escapas del pasado, cuando te detienes, aunque sea solo un momento para recuperar el aire, estás más vulnerable. Entonces el pasado asoma su fea cabeza y te hace saber que eres tonto por pensar que escaparás de él. En cambio, siempre te mantiene atado.***
Salí del auto. El conductor de la limusina desvió la mirada, volviendo rápidamente a su cargo y a huir a toda velocidad, dejándome entrar sola al vestíbulo del edificio.
El portero me sostuvo del codo cuando me tropecé al cruzar la puerta.
―Srta. Andrews, ¿está bien?
Negué con la cabeza, murmuré una respuesta apenas coherente.
―Estoy bien.
No estaba bien. Tenía quince años, regresaba de la casa de mi coprotagonista de veinticuatro años a las cuatro de la mañana, apenas podía caminar.
El portero le hizo un gesto a uno de los botones para llevarme hasta mi apartamento. Se quedó en silencio, mirando al frente durante el viaje en ascensor. Manteniendo un aire de profesionalidad.
Pero sabía que en realidad quería sacarme una foto, venderla a los tabloides.
En la puerta de nuestro apartamento (mi apartamento, el que yo pagué, donde albergaba a mis hermanas y a la excusa de mierda de madre que tenía) hizo una pausa.
―¿Está tu madre en casa? ―preguntó, girando el picaporte.
Me reí, pero no había alegría en esa risa.
―¿Quién mierda sabe?
Entonces me incliné y vomité en la urna decorativa cerca de la puerta. En algún momento, mi madre abrió la puerta y echó al botones, amenazándolo con despedirlo si le decía a alguien lo que vio.
Ella me miró, recorrió con su mirada la totalidad de mi cuerpo, deteniéndose en mi camisa rota, mi maquillaje corrido y mi cabello despeinado. Estrechó sus ojos.
―¿Qué demonios te ha pasado?
―Estaba con Jason. ―La empujé para caminar por el pasillo, quitándome los tacones. Sólo quería ir a la cama. Vomitaría de nuevo, lo sabía. Y me derrumbaría. No quería hacerlo delante de ella. No quería darle la satisfacción de verme llorar.
Pero me siguió hasta mi dormitorio, sus acusaciones disfrazadas de preguntas sonando en el aire.
―¿Masterson? ¿Tu coprotagonista?
―¿Hay algún otro? ―No lo había. Era el único. Esa película sería mi gran oportunidad. Era uno de esos papeles que tomabas, que te emocionaban, ya que, incluso siendo una adolescente, entiendes el significado de lo que estás a punto de hacer. Lo que había hecho hasta entonces no había sido nada.
Esta era la ocasión, mi gran oportunidad. Jason Masterson era el hombre del momento. Era atractivo, no sólo físicamente sino en la industria. Y yo había conseguido este papel, a pesar de mi edad y el hecho de que, incluso un par de años después de ser descubierta, básicamente todavía era una actriz nueva.
Así que cuando mi coprotagonista me pidió ir a una fiesta en su casa, rechazarlo hubiese sido un gran error.
Incluso cuando resultó que la única persona a la que había invitado a nuestra pequeña fiesta era yo. Y después de tomar un par de cervezas para hacer más digerible el momento, después de fumar un poco de marihuana, me había dado algo más. Dijo que era éxtasis. Nunca había tomado éxtasis, pero sabía que era importante ser amable con Jason. Y yo quería pertenecer. Él pertenecía aquí en Hollywood, y yo era la chica nueva en el barrio.
No quería volver a vivir en ese parque de caravanas. Así que tomé lo que me ofreció.
No era éxtasis.
―¿Qué diablos hiciste? ―me preguntó mi madre.
Me di la vuelta.
―¿Qué hice? ―Prácticamente le escupí las palabra―. Fui a la casa de Jason, mamá. ¿Qué demonios crees que hice?
Se dio la vuelta, caminando hacia la sala de estar.
―Hueles como la mierda ―dijo. La vi encender un cigarrillo y soplar el humo a través de la habitación, y sentí que mi rostro ardía, que mi sangre hervía. Caminando hacia ella, se lo quité de los dedos y lo apagué en un costado de su nuevo bolso Chanel.
El que yo había pagado.
―Te lo sigo repitiendo ―le dije―. Deja de fumar en el apartamento, ¡joder! No me importa si te matas, pero, ¿Brenna? No necesita ser fumadora pasiva.
Me miró, con los ojos llenos de odio.
Pensé que me abofetearía por arruinar su bolso, pero no lo hizo.
Uno de mis primeros recuerdos era el rostro de mi madre, a solo centímetros del convirtiéndose en una máscara de rabia. Recuerdo pensar, incluso entonces, que me odiaba.
Ahora que yo era mayor, sabía que era verdad. Nos odiaba a Brenna y mí. Nunca debió ser madre.
―Espero que hayas hecho que su tiempo valiera la pena ―dijo―. Aunque no sé por qué un hombre tan atractivo se interesaría en alguien como tú. Es el próximo Brad Pitt. Y tú eres River Gilstead, recuérdalo, puede que tengas un nuevo apellido, pero siempre serás una Gilstead. Te abrirías de piernas para cualquier tipo que te lo pidiera.
―¿Qué haya hecho que su tiempo valiera la pena? ―dije, el calor en mi rostro era casi insoportable―. Me dio algo y me folló cuando me desmayé. Me desperté sin el pantalón, estaba en el suelo de su sala de estar. Luego hizo que su conductor me trajera a casa. Así que si a eso es a lo que te refieres con hacer valer la pena su tiempo, entonces supongo que sí.
Me miró fijamente, en silencio, y por un momento casi esperé que expresara algo de cariño por mí, que me abrazara contra su pecho, que me hablara como lo haría una madre, que me dijera que todo iba a estar bien. Ella sabría qué hacer. Me sacaría de esto, lejos de la presión implacable y de las responsabilidades abrumadoras. Lejos de los hombres que me miraban como si fuera un adulto.
Entonces me agarró la muñeca, acercó su rostro al mío, y me miró de la misma manera que me había mirado cuando era una niña. Con una mezcla de desprecio y envidia.
―No nos arruinarás ―dijo entre dientes―. ¿Me escuchas, River Gilstead? Será mejor que no tengas ninguna idea brillante de qué hacer al respecto.
Solté mi brazo de su agarre.
―¿Arruinarnos? ―le pregunté―. Querrás decir arruinarte. No hay un nosotros. Nunca lo hubo.
Dio un paso atrás, me miró de arriba abajo.
―Para mí estás borracha ―dijo, su mirada significativa―. No pasó nada esta noche. ¿Me oyes? Nada. Ve a tu habitación y duérmete, luego despiértate el lunes, ve al set y haz tu maldito trabajo.
No sabía qué esperaba. ¿De verdad había sido tan ingenua como para pensar que reaccionaría como lo haría una madre normal? ¿Que me habría consolado?
―No te preocupes ―le dije―. Tu cheque está asegurado.
Regresé a mi habitación e hice exactamente lo que dijo. Cerré la boca, de la forma que siempre lo había hecho antes.
Y el lunes por la mañana, volví a trabajar con mi coprotagonista. Lo miré a los ojos todos los días durante el siguiente mes, tragando el sentimiento de repulsión ante su vista y jugando el papel que estaba destinada a jugar.
Era el papel que me haría una estrella.
Y estuvo manchado por siempre después de esa noche. Todo lo que vendría después e teñido de un gris sucio.
Yo era una gran estrella. Pero no era diferente de antes. Nunca lo sería.
Por dentro, siempre sería River Gilstead, la chica con los sucios pies descalzos y la nariz moqueando, todavía dando vueltas fuera del remolque, esperando que alguien la rescatara del infierno.***
Mis manos temblaban mientras deshacía el cierre del estuche de cuero, abriéndolo y mirando los implementos en su interior. Mi corazón se aceleró, y sentí ese tipo de nerviosismo que no había sentido en mucho tiempo, la sensación de estar abrumada mezclada con un sentimiento de anticipación. Mi aliento se atrapó en mi garganta, mi pecho subía y bajaba rápidamente mientras trataba de calmar la respiración, de calmar mis pensamientos. Ellos se arremolinaban alrededor de mí, cada vez más rápido y sentía como si me hundiera.
No podía respirar.
No podía respirar y no podía soportar los recuerdos de mi pasado.
Había llegado lejos, pero no lo suficiente. No lo suficiente como para que me alejara de esa niña que fui alguna vez.
Algunas cosas nunca cambian. Eso era cierto en este caso.
Me pinché con el frío acero de la hoja entre los dedos, y casi de inmediato empecé a sentir mi ritmo cardíaco ralentizarse. Necesitaba esto. Era lo único que podía hacer para soportar el dolor.
Encontré un lugar en la cara interna de mi muslo, entre las líneas tenues que cruzaban mi carne, las líneas que sirven como marcadores, una línea de tiempo de mi vida, de todas las cosas malas que me habían sucedido. Eran débiles ahora, apenas visibles a simple vista y solo si sabías qué era lo que estabas buscando, su decoloración era el resultado del trabajo de un cirujano plástico especializado en desvanecer cicatrices. Pero todavía podía pasar los dedos sobre el lugar en que estuvieron una vez, el lugar en donde las líneas apenas existían, y recordar cada cicatriz.
Algunas personas inmortalizaban las cosas buenas de la vida, las cosas que querían recordar, la forma en que querían vivir sus vidas. Yo inmortalizaba las cosas que no podía olvidar.
Pasé la hoja a través de mi carne, sintiéndome extrañamente distante de todo el asunto, como si esto le ocurriera a otra persona. La aguda punzada de dolor amenazó con traerme de vuelta al presente, me prometió regresarme al presente, pero apenas.
Vi que la sangre de color rojo oscuro brotaba a lo largo del corte, pequeñas gotitas que se aferraban a él. Me senté allí, mi mente se centró de pronto en el dolor, la sensación de escozor con la que contaba para distraerme de todo lo demás.
La gente piensa que cortarse implica disfrutar el dolor. Viper pensó que me hacía masoquista, alguien a quien le gusta ser herido, no solo físicamente, sino emocionalmente. Le gustaba hacerme daño, se excitaba así. Creo que por eso eligió a mi hermana.
Pero cortarse no se trataba de eso, por lo menos no para mí. Para mí, se trataba de los recuerdos, de distanciarme del pasado y centrarme en el presente.
A veces, la única manera en que podía hacerlo, la única manera en que podía salir del pasado, de ser derribada, atraída y ahogada por la intensidad era salir de él sintiendo dolor en el presente.
Me engañé, pensando que podría dejar de hacer esto. Así era yo. No podía cambiarlo. De todos modos, había progresado, ya no era la adolescente que intentó tener una sobredosis a los dieciséis años. Por lo menos, no era suicida, aunque no estaba muy segura de para qué vivía.
Pero tan rápido como me había sentido abrumada, la sensación se disipó, y la calma se apoderó de mí, una ola de quietud y paz.
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ELIAS.
RomanceRiver Andrews. Llámame Cenicienta. Soy la historia de la pobreza a la riqueza, la chica del parque de remolques se convierte en estrella de Hollywood. Y estoy a punto de conseguir mis felices para siempre. Eso es, hasta que entro a mi casa, tres ho...