Capítulo once.

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ELIAS.

Conduje a través de la ciudad camino a casa, por la calle Main, pasando por la pequeña cafetería, la heladería y las tiendas que venden todo tipo de chucherías. West Bend era el tipo de pueblo pequeño que se ve en las películas, con un centro que parecía traído directamente de los años cincuenta. Por lo que parece, era un lugar pequeño y pintoresco, el tipo de lugar en el que nada malo sucedía. Si solo estuvieras de visita en West Bend, si fueras uno de los turistas que llegaron durante la temporada de esquí, en invierno, sin duda esa sería la impresión que tendrías.
Eso es lo que pensó River, lo sabía. Vi la expresión de su rostro cuando condujimos hasta aquí y luego estacionamos en la posada.
Por supuesto, un visitante no conocía West Bend como yo. Un visitante no tenía una historia aquí, el tipo de historia que conlleva el crecer en un lugar donde tu hermano hizo lo que hizo el mío. Un lugar donde tus padres eran los míos.
Un lugar donde eras un puto paria.
Los recuerdos nunca desaparecen, no en una ciudad pequeña como esta. Tus pecados solo se hacen más grandes, cuentos con moraleja que se transmiten de generación en generación.
Vivimos en las afueras de la ciudad, en un par de acres que mi padre había comprado antes que la ciudad tuviera el tamaño que tiene ahora. El tamao que tiene ahora fue realmente una exageración. Había, tal vez, un par de miles de personas en West Bend. Pero cuando yo era más joven, era aún más pequeño. Aún más cerrado y estrecho de mente.
Había algunas tiendas nuevas y más gente rica con residencias temporales y aún más turistas que vienen durante la temporada de esquí, pero la ciudad no había cambiado mucho. Al menos no por donde estaba la casa de mi familia. Allí, sobre los límites de la ciudad, todavía había gente luchando por sobrevivir como podía. Allí, había gente como mi padre, que era dueño de una pequeña porción de tierra y la trabajaba para poder obtener todo lo que pudiera de ella. Ese fue el modo en que había hecho una mina de carbón de nuestra propiedad.
La gente piensa en las minas de carbón en estos grandes lugares administrados por empresas mineras. Pero la verdad es que hay personas que, por lo menos cuando yo era un niño, tenían minas en su propiedad. Era algo así como contrabando, algo apenas legal. Mi padre tenía el permiso que necesitaba cuando éramos niños y no era una operación complicada. Era bastante sencilla, ponía los detonadores en el lado de la montaña en nuestra propiedad, disparando un poco cada vez. Vendía carbón de la misma manera en que la gente vende leña, este negocio nos proporcionó apenas lo suficiente para poder vivir.
Y luego se bebía la mayoría de lo que ganaba, llegando a casa enfadado, dispuesto a desquitarse con quien se cruzara.
Entonces sucedió la mierda con Silas, el problema con los explosivos, cuando los puso en  marcha  sin  autorización  y  mi  padre  perdió  ese  permiso  de  explotación...  y  ya  no  hubo  más minería. Mi padre se convirtió en el conserje de nuestra escuela secundaria.
Y entonces nos convertimos en los hijos del conserje borracho de la escuela secundaria.
Decir que estaba feliz de dejar West Bend era un maldito eufemismo. Me fui corriendo de West Bend a toda velocidad tan pronto como pude.
Es curiosa la forma en que funciona la vida. Las cosas siempre completan el círculo cuando menos lo esperas. Juré a todo lo que creía que nunca volvería aquí de nuevo. La única vez que volví, para asegurarme de que mi hermano Silas no estuviera jodidamente muerto, solo confirmó que necesitaba mantenerme lo más lejos posible de este lugar.
Delante de mí, la casa contrastaba drásticamente con las que había pasado en el camino fuera de la ciudad. Mis padres no habían hecho reparaciones, me di cuenta enseguida, aunque supuse que las reparaciones de ese pedazo de mierda habrían costado más que la misma casa. No había sido un lugar agradable cuando yo estaba creciendo, y ahora incluso menos.
Un perro deambuló hasta el auto. No estaba seguro de si era un perro callejero o no.
La puerta de la casa se abrió y una silueta estaba de pie en el marco de la puerta, ensombrecida por la luz de después del mediodía. Se protegió los ojos del sol, pero podía verla entrecerrándome los ojos. Salió, vestida con una bata de satén y pantuflas de tacón, ruleros en el cabello y alejando al perro.
―Perro sarnoso, aléjate del auto y déjalo en paz.
Abrí la puerta, salí y el perro se escabulló lejos en el patio.
―Hola, mamá ―dije.

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