Mirándome en la foto

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Nadie nos advirtió que
extrañar es el costo que tienen
los buenos momentos

Mario Benedetti

Liam

—¡Liam!

Contraigo la quijada, concentrado en la mujer de piel morena arrodillada en la cama, en sus caderas anchas y culo redondo. La forma en que suspira, el modo en que se siente... Echo la cabeza atrás, todavía con los ojos cerrados, sin dejar de empujar. No necesito verla porque a ella me la sé de memoria; sé el número de lunares que tiene, los lugares donde se asientan, el cosquilleo que me despierta su sensualidad.

Un gemido se me escapa, me lo arranca su humedad que me rodea, el calor de sus paredes que me envuelve. Me sigue desconcertando lo mucho que siento, cuánto deseo que no pare. Mas no muevo las manos, asustado de que no pueda acariciar sus curvas, temeroso de que no sean tan pronunciadas. Y su cabello, castaño y suave, tan largo que puedo enrollarlo por todo mi brazo como el cuerpo de una serpiente; y me asfixia como una, clava su veneno y me paraliza. Muerdo mis labios, renuente a darle un quejido más. Pero su imagen me desarma: sentada sobre sus talones, con el pecho descansando en sus rodillas y sus manos aferradas a sus tobillos.

—¡Agh! —La tomo por los hombros, atrayéndola hacia mí, haciéndola encontrarse con mis acometidas, exprimiendo sus gemidos—. ¿Te gusta, nena? —Empujo—. ¿Te gusta así?

—¡Sí! Sí, bebé.

Sumo su cabeza contra el colchón, provocando que su culo se levante. No quiero escucharla, me distrae. Prefiero lo que mis ojos cerrados ven; la piel canela, los muslos generosos, esos glúteos carnosos que tiemblan con el entrechocar de mi pelviz. Incremento mis acometidas, dejo que mi mano se pierda entre los hilos oscuros de sus cabellos y hago un puño con ellos. Qué maldito gusto. Mis ojos ruedan detrás de mis párpados y la odio. La odio porque mis bolas se tensan, porque no he sentido nada mejor en mi vida pero, sobre todo, porque no quiero sentirlo. No quiero que esto acabe, no quiero salir de ella, quiero estar así todos los días, todo el maldito día.

Joder. La puedo sentir palpitar, sé que está cerca y yo también, pero no quiero, sólo tengo que aguantar un poco más y hacerlo durar. Al menos esto tengo que hacerlo durar.

«Te amo». «Amo tu cuerpo, cómo me hace sentir». «Te odio por hacerme necesitarte, por provocarme este dolor en el pecho».

—¡Liam! —grita el eco en mi cabeza, y es música para mis oídos. No es así con la voz dulzona que lo gimotea.

Me vengo con todo lo que tengo, todavía con los ojos cerrados y aún con la imagen de la brillante piel morena quemando mis retinas. Mi garganta emite una especie de gimoteo, casi dolorido, un sonido abandonado que no logra expresar lo que siento. Y me quedo sin aliento, exhausto y a ciegas me dejo caer en la cama, perdiendo el control de mi boca escuchándome decir:

—Te amo, nena.

El calor de su mejilla da calidez a mi pecho. Su cabello me hace cosquillas. No tengo idea de por qué la abrazo, pero lo hago, la envuelvo en mis brazos y beso la parte superior de su cabeza. Quizá me metí muy profundo en la fantasía.

—Yo también te amo, bebé.

El tono ilusionado de sus palabras obligan a mis ojos a enfrentar la realidad: piel blanca, cabello negro. Estoy en otra cama, en otra ciudad y son otros tiempos. Ya no tengo sus lunares a mano para besarlos, su mirada almendrada no me observa enamorada y su barbilla no lastima el hueso de mi tórax por su necedad de querer perderse en mis piscinas azules.

Nunca digas que no te amé [Sin editar]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora