Sudando frío

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Los recuerdos son de agua...
y a veces nos salen por los ojos.

Pablo Neruda

Camila

El edificio es enorme, lujoso y yo quiero entrar en él. Allí se encuentra nuestro departamento. Ahí están todas mis cosas, pero el portero no me deja ni siquiera cruzar la puerta del vestíbulo. Miro mi ropa, es negra, mis manos están raspadas y mis uñas sucias. Mi cara me duele, todo me duele. Toco mi boca y hago una mueca. Vuelvo a ver mi mano y tiene sangre.

De pronto ya no estoy afuera, ya no visto de negro y mis manos están limpias. El portero nos mira como si no nos conociera, a mí seguro que no, yo no he estado aquí antes, pero él sí. Entramos a un enorme departamento, dejamos las maletas y el brillante piso de mármol me deja asombrada.

—Bienvenida a casa, nena. —Escucho decir detrás de mí.

Me giro y lo encuentro mirándome con esos hermosos ojos azules, la sonrisa torcida, pagado de sí mismo y las manos metidas en los bolsillos. Lo beso y entonces terminamos tumbados en una cama, mi mejilla en su pecho. Yo llevo únicamente su camisa puesta y él juega con mi cabello. Levanto la cabeza y observo su rostro; es muy guapo. Me mira con intensidad, haciendo mi pecho apretarse y mi estómago girar.

—Adoro tus ojos. Me encanta cómo me miran, cómo brillan y lo que me dices con ellos. Son hermosos.

—Son tuyos —responde.

Su respuesta me llena de algo cálido el pecho, a la vez que pánico en estado puro invade mi cuerpo.

—¿Y con qué mirarás? No podré darte los míos, son demasiado comunes. Demasiado del montón.

—Para mí son preciosos y los únicos que quiero ver cada mañana.

Beso sus labios y entonces el pánico se va, él lo llena todo y lo único que necesito es que él nunca se vaya.

Volvemos a estar de pie, allí está otra vez esa ropa negra. Me asusto, necesito el teléfono, debo llamarle a Saúl, debo decirle a mi hermano que estoy bien porque de lo contrario se va a preocupar. Pero una mano en mi brazo no me deja avanzar, por el contrario, me jala alejándome cada vez más de mi bolso.

Ay, no. Otra vez no.

—Espera, por favor, no sé de qué hablas. No tengo a dónde ir. Por favor. ¡Escúchame!

Clavo mis talones al piso, pero aun así estoy cada vez más cerca de la puerta.

—Lárgate de mi casa, no te quiero volver a ver.

Mi brazo me duele.

Estoy de rodillas.

—Por favor, tienes que creerme. No hagas esto.

—¡¡Dije que te largues!!

—Espera. Mis cosas. ¡Necesito mis cosas! —suplico.

La puerta se cierra frente a mis ojos y otra vez estoy fuera del edificio, con las manos raspadas y el cuerpo dolorido.

Despierto sudando frío y con la cara empapada en lágrimas. Me incorporo en la cama y de inmediato encojo mis piernas, pegándolas al pecho y abrazándome a ellas. Mi cuerpo tiembla con los sollozos y no me queda más que dejarlos salir mientras espero que los remanentes del sueño se vayan. No puedo creer que a cuatro años de aquello aún llore como si hubiera sido ayer. No es posible que todavía duela. ¿Qué voy a hacer cuando lo vea? Tengo tanto miedo de buscarlo, pero lo que verdaderamente me aterra es encontrarlo. Tengo pánico a que esta falsa normalidad adquirida por los años y que me ayuda a mantenerme respirando se vaya al caño en cuanto lo vea. No es fácil para mí verlo a diario, ver sus gestos, sus ademanes..., incluso algunas manías. Se parecen tanto, como si estuviera aquí para que nuestro hijo lo imitara. Me es tan difícil ver sus ojos todos los días, pero a la vez son ellos los que me hacen todo más fácil. Ellos hacen que todo se vea mejor. Por ellos cualquier cosa vale la pena. Por mi hijo todo vale la pena.

Nunca digas que no te amé [Sin editar]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora