Epílogo (segunda parte):

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Los diarios:

Daiana regresó a su casa, a paso rápido y sin mirar atrás. Tenía la sensación de que alguien la seguía de cerca, respirando en su oído. Al llegar al pueblo, recuperó la confianza, el bullicio espantó sus temores. A su espalda no había nadie... por supuesto. Más tranquila, entró en su casa, cocinó para su madre una ligera comida y, cuando la vio de nuevo dormida, volvió a salir de su hogar. No quería perder tiempo. La llegada de la oscuridad de la noche la asustaba bastante por alguna extraña razón que no podía explicarse. Nunca había temido a la oscuridad, ni siquiera cuando era niña. Quizás, pensó, no quería encontrarse con el niño de nuevo, en la oscuridad de la habitación.

Se dirigió hacia la iglesia, que no quedaba lejos de donde residía. La calle parecía tranquila y no vio a nadie en su camino. Cuando llegó a ella, el edificio le pareció vacío y, aunque sabía que a esa hora estaría cerrada, igual insistió en la puerta de la dirección donde sabía que estaba la nueva encargada. No vivía allí, pero confiaba en encontrarla a esa hora.... Sin embargo, nadie respondió.

Frustrada, estuvo a punto de volver sobre sus pasos, no obstante cambió de idea a último momento. Comenzó a rodear el alto edificio y, deteniéndose a observarlo, recordó un pequeño jardín que había casi en el fondo y se dirigió a él. Miró por sobre el hombro por si alguien la observaba. Cuando lo halló, agachándose entre los arbustos, se coló dentro. Su corazón latía con fuerza, si alguien la descubría estaría en serios problemas. De todos modos, era más importante hallar lo que estaba buscando.

Por una pequeña puerta, que estaba sin llave, ingresó al interior de la iglesia. Los pasillos estaban oscuros y desiertos. No se oían voces y daba la sensación de estar deshabitado. Daiana sabía que allí vivía el padre Raúl desde hacía unos meses. Un hombre de baja estatura, serio y estricto, que si la veía por aquellos lugares seguramente iba a enojarse.

Recorrió un pasillo largo, que desembocaba en una pequeña antesala en donde había cuatro puertas. Sabía que una conducía al despacho del padre y la de al lado era en donde trabajaba la nueva encargada. Trató de no hacer ruido y se acercó a ellas. Como no oyó nada, abrió otra de las puertas que la llevaron por un largo corredor a las habitaciones de las monjas, en donde solía dormir la pequeña anciana.

El lugar de culto estaba silencioso y semioscuro. Daiana sabía cuál era la habitación en donde había pasado los últimos años de su vida la hermana Marta. Recordaba aún con todo detalle cuando ella y Paula estuvieron en ese lugar. Hasta allí se dirigió. La sensación que antes sintiera de paz ahora se había tornado en una de inquietud. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido en el instante mismo en que ingresó.

La puerta de la habitación estaba cerrada. La joven maldijo su mala suerte, sin embargo, no se rindió. No había llegado tan lejos para nada. Retiró una invisible de su cabello y comenzó a forzar la cerradura. Hacía años que no hacía algo así y le faltaba práctica. Pero al fin cedió. Lamentablemente la puerta lanzó un chirrido al abrirse... Se estremeció, miró para todos lados. La iglesia parecía dormir, entonces entró al cuarto.

La habitación olía extraño, como a humedad y... algo que Daiana no podía precisar. Un olor dulce, como a flores, pero no era de flores. No había nada allí. La cama de hierro estaba perfectamente armada, la mesa de luz pulcramente limpia, el ropero contenía una sola túnica y un par de zapatos. Estaba vacía.

Comenzó a abrir los cajones que tenía el antiguo mueble, no encontró nada. No obstante... Con su mano rozó la túnica negra y notó que tenía un bulto extraño. Daiana metió la mano al bolsillo interior y extrajo de él una cantidad de papeles escritos con una caligrafía pequeña y apretada. Algunos habían adquirido un color amarillento y parecían viejos. La chica no pudo saber qué decían, la letra parecía un pegote negro.

PasitosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora