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El dolor la obligó a abrir los ojos. El malestar ya familiar pero no por ello bienvenido, se instaló en la parte trasera de su cráneo haciéndola gemir de dolor.

Se llevó las manos a la cabeza y trató de enfocar los colores que bailaban sobre ella. Elías había colocado en el techo una bandera que representaba a la comunidad LGBT lo bastante grande para que ella no tuviera que esforzarse mucho.

Su vista poco a poco se aclaró y mentalizó los colores conforme era capaz de distinguirlos: Rojo. Naranja. Amarillo. Verde, azul. Morado. Seis colores que se sabía de memoria pero, aun así, no se permitía hacerse trampa a sí misma. Los mencionaban una vez los distinguía.

Llevaba haciendo eso poco más de dos años; desde que se fue a vivir con Elías y este se había dado cuenta de su problema y había dado una muy ingeniosa forma de tratar con el asunto. Además, claro está, de llevarla continuamente al médico. Aunque esto no funcionara muy bien, lo máximo que había conseguido era que le dieran un par de lentes que realmente no necesitaba porque su vista era perfecta, a excepción, claro, del despertar, el dolor intenso y cada vez más frecuente y su vista en blanco y negro.

Estaba cansada de ir de doctor en doctor escuchando siempre lo mismo «no lo entiendo, su vista es perfecta», «esto no tiene sentido» y soportar las miradas de incredulidad que le daban la mayoría de ellos, como diciendo «deja de fingir, lo que dices es mentira». Incluso Elías le había insinuado un par de veces visitar a un psicólogo. A veces cuando él sacaba el tema terminaban discutiendo, otras veces, ella era capaz de comprender que su pareja sólo se preocupaba por ella y la tristeza remplazaba el enojo. Pero últimamente consideraba seriamente la opción de visitar a uno, ya que los dolores eran más frecuentes e intensos ¿sería que todo era producto de su mente? Se había hecho todo tipo de pruebas y parecía estar más sana que la mayoría de las personas. «Increíblemente sana», dirían algunos médicos con una mirada seria y acusatoria. Y ella, a pesar de no querer hacerlo, los comprendía perfectamente, ya que también pertenecía a ese mundo aséptico.

Dando un largo suspiro y tras darse cuenta de que diferenciaba todos los colores de techo, se levantó. Tenía mil cosas que hacer y rogaba que pudiera hacerlas todas al finalizar el día.

Se dio una rápida ducha y después de desayunar tomó su maleta y salió a la calle. El frío matutino la ayudó a despejar su mente pero no quitó la sensación de peligro que llevaba sintiendo las últimas semanas. Podría ser paranoia, ya que durante el último año se habían anunciado un par de asesinatos por todo Reino Unido, al parecer, a manos del mismo asesino, y esa misma semana una compañera de trabajo fue la víctima. Lo que significaba que el asesino estaba cerca, en Londres.

Recordó el día en que se presentó al funeral de Rose, una auxiliar en el área administrativa del hospital. El cementerio tenía un aspecto lúgubre y el frío no ayudaba a evitar los escalofríos que la recorrían; la ceremonia fue corta pero el dolor que dejó sería perpetuo, y más en la familia de la chica de veinte años. Tan joven y llena de vida, su único error fue aparecer en el momento y lugar equivocado. Según los noticieros, por lo menos el hombre que asesinaba no las violaban, solo... solo las degollaba y dejaba que se desangraran. Elías le había comentado que había un vídeo en el cuál se veía como el hombre solo se sentaba a ver como la sangre brotaba del cuerpo y se iba cuando la víctima estaba muerta. Algunos psicólogos habían dado muchas teorías sobre el comportamiento de aquel asesino, pero ella no quería saber tanto, ni siquiera quería volver a escuchar las palabras «asesino» y «muerte».

Su cuerpo tembló de frío y se cerró el abrigo que portaba. Tratando de alejar esos pensamientos caminó hacia su auto que estaba aparcado frente a la casa, se subió y prendió el motor, más no se movió. Esperó a que el aire tibio de la calefacción invadiera por completo el auto, prendió la radio y tras conectar su teléfono y poner una canción de Sarah Mclachlan, suspiró. Esa mujer, o más bien su voz, lograba relajarla. Y eso era exactamente lo que necesitaba.

Después de unos pocos minutos comenzó a andar por las calles desiertas, dada la hora. Eran las cuatro treinta de la mañana de un sábado y aunque a ella también le gustaría estar acurrucada y durmiendo, el deber la llamaba.

Diez minutos antes de las cinco ya subía por los ascensores del hospital donde trabajaba. Bajó en el piso de pediatría y tras pasar a los vestidores a colocarse su bata,  y posteriormente al ala de descanso y beberse un café más que necesario, comenzó con su rutina.

Visitó cada cubículo del piso, habló con los familiares de cada paciente, checó a cada niño teniendo que despertar a muchos, dio de alta a un par, y soportó las lágrimas de otros. Sinceramente odiaba cuando la mandaban a esa área, los niños no eran exactamente su adoración, tenía que hacer gala de una paciencia que no tenía y soportar a los padres exigentes, a los niños llorones, e incluso peor; a los padres llorones que no comprendían que sus pequeños no se morirían en los próximos cinco minutos. Aunque claro, para todo hay excepciones. Lamentablemente.

Tenía que ir con cuidado en cada palabra, en cada acto, y la jornada le parecía aburridísima y terminaba cansada tanto física como mentalmente.

Lo único bueno de ser sábado era que a la una de la tarde ya salía de ahí.

Lo malo de ser sábado, de ser ese sábado, era que se festejaba el cumpleaños de su padre. Y que Elías estaba de viaje y no la acompañaría a dicho evento ni la tranquilizaría como lo venía haciendo los últimos cinco años.

El cumpleaños de su padre siempre fue una obligación para ella, que no desapareció aún después de la muerte de su madre.

Hizo las comprar necesarias para la semana; comida, cosas de higiene, papelería para el trabajo de Elías; una botella de vino y una caja de chocolates que adoraba, y que, dado el estrés y presión por la reunión de su papá, se merecía.

Fue a casa y tras acomodar las compras, se vistió con un elegante y costoso vestido verde jade que su mismísimo padre le había enviado para que ella no pareciera «desaliñada y torpe»; se peinó, maquilló y tomó el regalo que Elías se había encargado de buscar y envolver; ella no sabía, ni le interesaba saber lo que había en esa caja grande y pesada que subía al auto con dificultad minutos después ¿Por qué no le había pedido a su novio que lo dejara en el auto antes de irse? ¿Por qué llevaba zapatos tan altos e incómodos impuestos por el perfeccionalista de su padre? Es más, ¿por qué aún le daba el poder de decidir por ella? ¿Por qué?

— ¿Necesitas ayuda? —dio un respingo ante la voz gruesa que escuchó detrás de ella y que la sacó abruptamente de sus profundos pensamientos. Treinta segundos atrás, cuando salió de casa, no había nadie a lo largo de toda la acera.

Sin esperar respuesta, el extraño se acercó y acomodó el paquete en el auto sin ningún problema, como si no pesara más que una pluma.

— Gracias —dijo Lilith y se volvió a mirarlo. Era un hombre que no debía pasar los cuarenta años, de complexión fuerte y rasgos orientales enfundado en un grueso abrigo tan blanco que le lastimó la vista y que hacía resaltar a la persona que lo portaba; cabello negro, ojos oscuros, sonrisa amplia y piel blanca. Nunca lo había visto.

—De nada —contestó el hombre metiendo sus manos en los bolsillos de su abrigo y sonriendo ampliamente—. Siempre es un placer ayudar a una mujer tan hermosa.

Lilith no pudo evitar rodar los ojos con hastío tras semejante frase cliché y burdo intento de flirteo.

—Debo irme —dijo rápidamente cerrando la cajuela de auto y caminando a la puerta de conductor. No quiso mirar de nuevo al hombre y se fue.

No se dio cuenta de la mirada de suficiencia de aquel extraño, ni mucho menos de su sonrisa triunfante.

Un Día MásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora