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El sonido del timbre de la puerta nunca se escuchó tan fuerte ni agónico. Alguien estaba afuera y pronto el sonido del timbre fue sustituido por golpes en la puerta de manera constantes y cada vez más fuertes. No podía entender quién era la persona que estaba tocando a esas horas, en esa fecha.

De pronto imaginó que Elias pudo olvidar las llaves de la casa con la urgencia y muy a su pesar se levantó.

Sabía que apestaba a mierda, que todo el maquillaje ya debería de estar completamente arruinado y el vestido, arrugado. Cogió un bata de baño y con paso titubeante comenzó a descender la escalera.




Había pasado tanto tiempo que un par de meses no hacían la diferencia, y más, si se trataba de reponerse; de recuperar la fortaleza que lo caracterizaba. De la belleza y juventud que debía aparentar.

¿Cuánto tiempo había estado cautivo, sobreviviendo como un animal, a base de lo mínimo? Años, meses, 7356 días. Si, los había contado. Si, había soportado todo ese tiempo en soledad y en un abismo. Recordándola, añorándola, reviviendo cada momento, decisión y palabra que lo había llevado ahí; a ese momento de su vida en donde la melancolía lo alcanzó y amenazó con volverlo loco, que lo llevó a pensar que pasaría si él no existiera, que hizo que considerara muy seriamente la opción de abrir sus venas impúdicas y dejar que lo único vital que existía en él se drenara de su cuerpo.

Sin embargo, su solo recuerdo, el solo halo en su mente de aquella esencia le daba fuerza.

¿Cómo no recordarla, como no amarla, como no hacer todo lo que hizo por ella? ¿cómo? Ella lo valía. Y quería pensar que a pesar de todo él también. Ya había sufrido tanto que creía, podía merecer un poco de felicidad. Y si era al lado de esa mujer que puso su mundo patas arriba, mejor.

Recordaba perfectamente los pasos ligeros que escuchó en el oscuro y lúgubre lugar donde habitó muchísimo tiempo antes de que su amigo hablara; el maldito hijo de perra había tratado de ser lo más silencioso posible, pero sus sentidos eran buenos, a pesar de la maldita alimentación a la que había sido obligado tener los últimos veinte años.

—Quiero creer que tienes una muy buena razón para venir y arriesgar tu culo —comentó incluso antes de que Eliot, su amigo hijo de puta que lo había encerrado, tomara el valor para hablarle.

—La tengo —contestó minutos después, tras buscar las palabras adecuadas para decirle que la había encontrado, y que, después de todo, lo dejaría libre—. Sé dónde está... te lo diré y te soltaré —juró que su cuerpo se paralizó por unos segundos y que la sangre comenzó a bombear más lento en su cuerpo. Sintió cada latido, cada recuerdo y cada sentimiento como una exhalación, una liberación.

La adrenalina no tardó en aparecer, pero se obligó a controlarse; no podía perimirse ser impulsivo. Ya no era la misma persona de hace años, y aunque odiara admitirlo, ella tampoco. Tenía que recuperarla, no, más que eso, volver a conquistarla, conocerla. Y hacer que de nuevo lo amara. Tenía que comenzar por el principio. Hacia dieciséis días que la había sentido, que había despertado de un letargo de indiferencia en el que se mantuvo días. Dieciséis días esperando a que su amigo entrara por esa puerta, solo para confirmarle lo que ya sabía, porque lo había sentido. Porque a pesar de todo, seguían conectados.

—Pero antes —habló Eliot y no supo que sentir al respecto, pues la diversión era parte de él desde siempre y aún recordaba lo divertido que le había parecido la situación de Lilith. Sin embargo, no podía soltar tremenda información con ese tono divertido sin sentir de cerca la muerte. A él no le gustaría saber aquello; así que con una lástima que era muy raro en él, comenzó a hablar.

Le contó que ella tenía pareja estable; que sus gustos eran un tanto peculiares, que su padre estaba a punto de casarse, pero entre ellos no existía una buena relación. Le contó sobre que había estudiado y donde trabajaba, que él había sido el responsable de la muerte de una compañera suya (aquí se disculpó), y que había cruzado un par de palabras con ella. Le contó esto y mucho más; cosas que simplemente no pudo saber en tan pocos días, pero lo hizo.

Y mientras él escuchaba cada parte de la vida de Lilith un miedo se instalaba en su ser; parecía tener la vida que siempre quiso, parecía que ella podía seguir sin él, que lo había superado y no sentía su ausencia, como a él le pasaba.

Eliot abrió la pesada puerta cuando se percató del silencio de su amigo, pues para él era obvio que estaba anonado y sobrepasado por la información. Con lentitud se adentró a aquella celda, a aquella prisión que había mantenido cautivo no solo a un hombre, si no a un pasado, a una historia. A un amor. Y al tiempo.

Lo vislumbró en el piso, acuchillado, como un animal indefenso. Y dijo lo que sentía; sin medir las consecuencias.

—Lo siento —soltó antes de que su cuerpo fuera arrojado a una orilla del cuarto. Pronto tuvo encima a su amigo golpeando su rostro. Sus gritos y reproches eran incomprensibles, pero el dolor, palpable.

Por más que quiso defenderse no lo logró, la cólera, la rabia y el dolor eran los alicientes más fuertes para un ser humano, y su amigo contaba con estos y otros más. Recibió cada golpe, cada maldición y esperó a que se tranquilizara. Tenía que hacerlo, sus fuerzas no eran las mejores en esos momentos (él se había encargado de darle solo lo vital los últimos dos meses).

— ¿Lo sientes? ¿Cómo puedes sentirlo si tú fuiste el idiota que provoco esto? ¿Por qué lo hiciste? ¡Dime! —bramó el hombre cuando dejó de golpear a Eliot y se tranquilizó lo suficiente para hablar.

—¡Por su bien! Maldita sea —expresó Eliot levantándose, empujando a su amigo al piso—. Era una niña, estabas mal... debías parar. ¡Era una niña! —espetó negando con la cabeza. Pues eso era lo que él no entendía. La había encontrado con mucha rapidez, demasiada, y eso no era bueno.

—Y cuando dejo de serlo ¡¿Por qué no me dejaste salir?! ¡Maldita sea! Hace años que dejo de ser una niña —gritó levantándose tambaleante, pues sentía como su energía se agotaba. Ese... maldito, lo tenía todo planeado, dedujo intentado golpearlo, pero tambaleándose en el intento.

Eliot se atrevió a reír, pero fue una risa cínica. Inexpresiva.

—Tenemos tiempo para hablar. Es hora de reponerse —y señaló la salida.

Había salido, huido de ese lugar con toda la rapidez que le fue posible. Y cuando sintió el frío, la brisa, el aire y la nieve, se dejó caer al piso duro y helado; abrió los brazos y gritó. Gritó por su libertad, por la oportunidad, por su dolor y amor. No le había importado estar semidesnudo bajo esas condiciones pues sentir el frío, el hielo, le daba la sensación estar vivo, a un paso más cerca de ella.

Después de eso todo era un poco confuso, con cierta vergüenza admitía que se había embriagado, perdido. Había vuelto a ser primitivo y sangriento, pero ¿cómo no serlo si había estado en abstinencia por dos décadas?

Poco más de treinta días de delirio después, estaba ahí, por fin.

Eliot no se había despegado de él en todo este tiempo, y en ese momento, dudaba, lo haría. Estaban afuera de la casa de Lilith y él sentía su cuerpo vibrar, la expectación lo estaba matando.

Necesitaba verla.

Caminó con paso decidido a la puerta con cada músculo tenso, cada terminación nerviosa crispada, cada célula revolucionada... Cada sentimiento revivido.

Sin embargo al llegar vio como la puerta estaba abierta y dentro de la casa no había nadie. En cualquier otra situación eso no seria raro pero la energía que emanaba del lugar... Ese olor...

—Alguien más de nosotros estuvo aquí —susurró Eliot diciendo en voz alta sus propios pensamientos.

La ira se precipitó en su cuerpo mezclándose con la impotencia, la desilusión y el rompimiento del anhelo que tenía por reencontrarse con ella.

—Llegamos tarde —agregó su amigo antes de mostrarle algo.

Un collar.

Un Día MásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora