Punto y final

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Sentía frío. La oscuridad apenas era combatida por antorchas que dotaban al gran salón del trono del inframundo de un ambiente aterrador.

Una ligera túnica de seda blanca cubría su cuerpo como única vestimenta, sus brazos desnudos mostraban los síntomas del gélido acariciar del viento, obligándola a preguntarse de dónde venía ya que estaban bajo tierra, lejos del mundo, lejos de la civilización.

Un grillete dorado sujetaba su tobillo y de el salía una larga cadena que la mantenía prisionera en aquella estancia donde la oscuridad tenue, el frío y el silencio amenazaban con llevarse su cordura.

A sus ojos azules acudían lágrimas que retenía con todo su ser, imágenes de sus vidas amando intensamente a Alessandro se mezclaban con la nostalgia que se aferraba a su ser al pensar en los dulces rasgos de Lexa, en el abrazo tierno de su madre a la que no volvería a ver y a quien no había podido decir adiós... Estaba condenada a pasar la eternidad encadenada a ese trono que no deseaba y en compañía del ser que había destruido sus vidas en demasiadas ocasiones.

Suspiró, acariciando sus brazos intentando regalarles un poco de calor mientras sus ojos se posaban una vez más en él, su captor. Hades la observaba desde hacía ya horas, sin pronunciar palabra alguna, jugando con sus nervios, intentando hacerle perder el control.

Sus ojos brillaban en medio de la oscuridad, rojizos y diabólicos, al igual que su sonrisa fría y maquiavélica. La alegría de haber vencido se reflejaba en cada rasgo de su cara, cada arruga, cada mirada mortífera.

No necesitaba pronunciar palabra por lo que se deleitaba escrutando a su joven presa, la misma que durante siglos le evitó con astucia y ayuda de los dioses, la misma muchacha que ahora le pertenecía para toda la eternidad.

El tiempo en el inframundo estaba detenido, por lo que nunca supo si llevaba horas o simplemente segundos observando ante él al objeto de su deseo... Lentamente, se levantó de su trono arreglando su traje sin apartar su mirada de ella, podía oler su miedo, su angustia y lo único que provocaba en él era una enorme sonrisa, excitado por todo cuanto podía provocarle a la joven Lyana, suya eternamente.

Sus pasos sonaros arrastrando tras de si un eco lúgubre, acercándose a ella con calma, sin apartar la mirada, sin esconder el placer que sentía al saberla sometida y dominada a sus más oscuros caprichos. Sus dedos acariciaron los rasgos de Lyana unos instantes, memorizando sus carnosos labios, viajando por su cuello al nacimiento de sus pechos sintiendo su propio interior arder.

Deseaba someterla, arrancar la fina tela que cubría su cuerpo y obligarla a gritar su nombre contra ese trono, una y mil veces, hasta que fuese únicamente suya y se olvidara del estúpido de Alessadro. Con sus dedos aferrando el tirante de la prenda, listo para poseer a Lyana por completo, las puertas de la sala del trono se abrieron con fuerza provocándole un grito cargado de furia y odio... ¿Quién se atrevía a perturbar al dios de los muertos?

Sus ojos cargados de ira líquida se posaron en el intruso, mutando los rasgos de su cara en una mezcla de estupor y curiosidad...

-Tú...

SQ

Tras derrotar al Cerbero, entró en el inframundo con algo de temor, desconocía dónde podía estar Hades y qué podía estar haciendo con su amada Lyana, no conocía el camino y temía perderse, temía acabar en la laguna de las almas malditas, la misma que Ares le dijo que debía evitar pues sus aguas tenían el poder de atraparlo en el inframundo para siempre.

Su primera impresión del mundo de los muertos fue de asombro, esperaba un lugar gélido y oscuro mas al salir de la cueva custodiada por el can de tres cabezas un enorme prado verde se extendió ante sus ojos.

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