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18 de Diciembre del 2017.

Estoy de pie sobre una superficie de metal amarillo mirando el océano totalmente embelesada.
No puedo verlos, pero sé qué hay cuatro hombres esperando por mí dentro del submarino en el que me encuentro.
El cielo está lleno de colores suaves que me recuerdan al algodón de azúcar y, son tantas las gamas, que incluso hay tonos que no logro reconocer.
De pronto, el verde del mar en el que flota mi hogar es eclipsado por uno de sus derivados, por un tipo de verde que es muy poco común y que en este momento refulge impetuoso en un par de orbes preciosísimos que me hacen ascender dejando al submarino por debajo de mis pies.
Estoy desesperada por tocarlos. Estoy a prácticamente nada de rozar mis dedos en ellos y adueñarme por completo de su entera existencia. De verdad voy muy cerca de su alcance cuando una voz, proveniente de aquel submarino que flota en el agua, me llama a gritos melódicos:
—¡Nathaly! ¡Nathaly! ¡No vayas, por favor! ¡No me dejes sin dinero!

Desconcertada, vuelvo mi vista hacia abajo.

—¿Pero qué dices, John? Tú no necesitas dinero, ¡eres la morsa!, ¿lo recuerdas? ¿Hombre huevo?

Él me mira realmente asustado, rogando por mi presencia.

—Sin ti, no puedo seguir viviendo siquiera, ¡eres mi musa!

Suspiro, resignada a tener que retrasar la misión un poco, cruzándome de brazos.

—¿Te has acabado el poco LSD* que nos quedaba? ¡Fantástico!

Sus manos se juntan a modo de suplica.

—Por favor, por favor, yo... Yo prometo no acosar a futuras estrellas de rock and roll y pasarte mi número, ¡pero dame tu dinero!

Ruedo los ojos al cielo, sin creer en su palabra.

—¡Ya basta, John!, déjame volar hacia esas cuencas y luego regresaré contigo y los demás. —Le aseguro con una mano puesta sobre el corazón.

El hombre de mis sueños raros frunce el ceño y adopta una expresión infantil.

—¡Tú no quieres darme tu dinero y haré una canción sobre eso!

—Como quieras... —Me encojo de hombros y concentro toda mi atención en llegar a aquellos ojos con mayor velocidad mientras éstos captan mi presencia y me sonríen sin necesidad de pertenecer a un rostro.

No me detengo esta vez cuando las otras tres voces se unen a la primera -que no ha dejado de gritar mi nombre-, lanzando advertencias acerca de las encantadoras esmeraldas que deseo atesorar en los bolsillos del jumper roto que visto.
Pronto, esas cuatro voces hermosas con las que, tengo entendido, he vivido durante siglos dentro de aquella máquina de guerra amarilla, se convierten en desagradables estruendos que me hacen taparme los oídos con las manos antes de llegar a tocar la mirada misteriosa. Volteo a ver que sucede con los tipos de allá abajo y los encuentro con la boca muy abierta en forma de altoparlante emitiendo sonidos de notas musicales que se pueden percibir en el aire. Están mal entonadas a propósito haciendo un ruido tremendo que hace llorar a mis oídos y, cuando ya no puedo más, mi cerebro reacciona dejando de imaginar un mundo diferente y mandando a mi cuerpo una señal para despertar.

¿Qué has hecho, aparato del mal?

Mis ojos se abren de par en par adaptándose a la luz natural que se cuela por la venta de mi habitación que da hacia Gower Street. Tanteo el buró que separa mi cama de la de Mells y apago el despertador, no sin antes dirigirle una mirada cargada de fastidio.

P e r f e c t | StylesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora