PRÓLOGO: El Águila que cae

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Un rayo partió el cielo, sumido en la oscuridad total. El pequeño Ale se despertó gritando de miedo al escuchar el potente relámpago que desató una tormenta eléctrica. Gabriela cargó a su hijo y vio su rostro intentando recordar cada uno de los pequeños detalles, quizá era la última vez que podría verlo; era muy parecido a ella, lo que de alguna forma, que no entendía, había emocionado demasiado a su papá. Ella notaba esa profunda mirada de su amado en los ojos de su hijo... Cada gesto, cada facción, la guardaba para sí misma. Su hijo, el pequeño Ale, comenzó a calmarse mientras los dos escuchaban como el cielo intentaba caerse sobre aquella selva, intentando derrumbar la pequeña casa en la que se encontraban.

—Los están buscando—dijo la gran abuela Fe. Veía a su niña Gabriela cargando a su hijo, sumida en la desesperación y el terror, no uno por lo que le pudiera pasar a ella, sino por lo que podía pasarle al bebé—. No tardarán en saber que están aquí con esta pobre anciana, mi niña... No estoy en condición de pelear y tú no podrás con todos ellos ¿Lo sabes, verdad? Ni si quiera tú podrás contra los mejores guerreros que el Tonatiuhchan ha visto.

Gabriela asintió y sonrió con tristeza. —No vengo sola, amá.

A lo lejos se escuchaba como la piel de los maciltonaleque era desgarrada por fieras garras sin piedad. —Claro, los jaguares te acompañan. Es difícil que una hija de la luz tenga la ayuda de los hijos de la oscuridad ¿Cómo lo hiciste?

—Tengo mis métodos, amá... Tengo a mis mejores amigos, después de todo—respondió Gabriela dejando a Ale en su cama improvisada con una hamaca y unos rebozos. Se acercó a su hijo, con el ferviente deseo que no fuera la última vez que lo viera, pero con la certeza de que así sería. Se quitó su chamarra y acobijó a Ale en ella. Le dio un beso en la frente y se alejó a tomar su macuahuitl  y su chimalli.

Aún se sentía emocionada de poder sostener un macuahuitl entre sus manos, el arma máxima de los guerreros, con su dentado filo de obsidiana y su ligereza mortal. Por alguna razón que no quería reconocer, le evocó a la primera vez que sostuvo uno.

Guardó silencio frente a Fe, frente a su mejor amiga, frente a su más grande confindente, frente a su mamá. —Yo... —su mamá le posó una mano en el hombro y sonrió. Ambas entendían aquel gesto—. Yo trataré de alejarlos lo más que pueda de aquí, Alexandro debe vivir. Yo... yo... Te agradezco que vayas a hacer esto por mí, má, yo...

Antes de que Fe pudiera responder, se escucharon los gritos de los guerreros muertos del sol. Ya deberían estar a unos cuantos minutos de allí, y sin importar que tan buenos fueran los guerreros jaguares, no tardarían en abrirse paso a través de todo con tal de tener el corazón del hijo de Gabriela.

—Yo lo cuidaré, mi niña. No temas, crecerá sano y fuerte. Nunca le faltará amor...—fue lo último que le dijo Fe antes de darle un beso en la frente a su niña y verla salir por la puerta de su pequeña casa, directo a una muerte segura. Fe apretó los dientes mientras tomaba a su nieto en brazos, dejando que unas tímidas lágrimas recorrieran su rostro.

Gabriela salió corriendo debajo de la lluvia, blandiendo macuahuitl y partiendo a un maciltonaleque por la mitad desde la espalda hasta el vientre. Los demás guerreros muertos voltearon a verla, momento que aprovecharon los guerreros jaguar para decapitar a algunos. Los guerreros jaguar se reunieron alrededor de Gabriela, sosteniendo sus lanzas tepoztopillis  y sus escudos macuahuitl, mientras todos corrían cortando y destrozando a todos los muertos que los estaban cazando.

Corrieron entre los árboles esquivando, atacando y blandiendo una y otra vez sus armas, mientras las sombras se derramaban por todas partes. Sin su chamarra, Gabriela se veía más que vulnerable no teniendo más que un chimalli, un escudo que apenas y podría resistir ataques en masa o bien preparados, como sabía que aquellos guerreros muertos estaban entrenados para batallar.

Los Guerreros del Quinto Sol I: La Máscara de QuetzalcóatlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora