4 La Máscara de Quetzalcóatl

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El sol apenas iba saliendo. Era una mañana cálida, demasiado tranquila. Ale casi y escuchaba los cantos de guerra de los guerreros muertos acompañando a Tohatiuh.

Casi. No estaba cerca de casa, ya no estaba en su hogar, tan cercano al amanecer que incluso podía ver como los guerreros se preparaban para la guerra en los cielos. Resultaba extraño no escuchar los cantos de batalla al amanecer, y ahora sólo poder ver al sol salir poco a poco de entre los árboles, las nubes y la ciudad. Lo hacía sentir perdido. Siempre asumió que vería el Tonatiuhchán preparándose para la guerra cada vez que amaneciera.

Pero aquello resultaba tan extraño. Uno de los paraísos mexicas era el Tonatiuhchan, la casa del sol. Sólo los muertos como guerreros o sacrificados al sol o al rey de la guerra, Huitzilopochtli, podían acceder a ese paraíso. Tendrían el honor de acompañar a Tonatiuh, el quinto sol, en su trayecto por los cielos, mientras luchaban teniendo guerras de regocijo, además defendiendo a Tonatiuh de los ataques de monstruos o dioses que intentaban todos los días de asesinarlo.

Sus guerreros en los cielos, eran héroes, sólo los altamente dignos podían acceder a la casa del sol. Pero aquella horda de bestias a las que se enfrentó... No, no eran ninguna clase de héroes, o guerreros dignos. A Ale le resultaba imposible la idea de que pudieran haberse corrompido a ese punto en el que lo único que buscaban era caos.

Dejó de darle vueltas al asunto y decidió tratar de calmarse.

El chico estaba parado recargado en una de las paredes rotas de la que alguna vez fue una muralla de defensa. Muralla destruida donde descansaban Xóchitl y Luna.

Verlas a ambas le resultaba extraño. Luna se había quitado su casco de batalla y dormía con un cuchillo en la mano y la otra cerca de su lanza. Xóchitl tenía el cabello hecho un caos, cuando la encontró estaba tirada como piedra en una posición imposible, herida y llena de lo que parecía tinta de colores demasiado agresivos para ser naturales. La limpió, sanó y acomodó de la forma más cómoda que encontró cerca de un río, en medio de unas ruinas desoladas.

No estaba seguro de que es lo que sentía en esos momentos.

Verlas a ellas dos, era extraño. Confuso. Una chica que llevaba conociendo de toda su vida, que pertenecía a un mundo tan diferente al que Ale vivía. Que se veía tan extraña acostada en unas ruinas de esa vida a la que era ajena.

Otra chica que pertenecía a la vida a la que Ale debió haberse unido desde que nació, pero a la que nunca pudo hacerlo. Que sólo le recordaba, de una forma dolorosa, que su madre era de ese mundo y que jamás podría verlo o conocerlo por ella.

Apretó los dientes y sólo pudo ver las sombras del amanecer.

Tenía miedo, sí.

Pero no por él, sino por su abuelita. Por Xóchitl.

Yareth eran tan sólo una parte del problema, que sí, estaba involucrado, pero no era lo principal. El problema real involucraba una cantidad gigantesca de enemigos a vencer. Ale volteó a ver a Luna y pensó si lograría convencerla de ayudarlo. Claro que él no tenía del todo claro que es lo que se suponía que debía hacer.

Gus llegó volando de lo más alto del cielo y se acurrucó en el hombro del chico.

Había pasado tanto en tan poco tiempo. Y sabía que pasaría aún mucho más. Le habría gustado saber más de lo que se enfrentaba. Saber a dónde se suponía que ir. De contra quiénes lucharía. O quiénes serían sus aliados. Los amaxoaque habían sido muy poco claros respecto a lo que veía en su futuro, además de ser los protectores de la naturaleza, los hombres-árbol también eran los que resguardaban los textos en papel, por lo que eran los encargados de saber el futuro escrito en los códices.

Los Guerreros del Quinto Sol I: La Máscara de QuetzalcóatlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora