5 El Ladrón de Recuerdos

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— ¿Estás segura de que vamos bien, amor? —preguntó el chico mientras veía con confusión los nombres de las calles, sosteniendo la mano de su novia, intentando detenerla.

— ¡Qué sí! —Respondió molesta la chica— ¿Por qué nunca confías en mí?

Daniel se acercó a ellos con amabilidad. —Disculpa, amigo—dijo llamando la atención del chico—, no pude evitar escuchar que quizá se encuentren un poco desubicados.

El chico asintió sonriendo, mientras se intimidaba ante la mirada fría y cruel de su novia.

Daniel sonrió plácidamente. —Tranquila, amiga. Eso nos pasa a todos en esta ciudad, aunque yo diría más que es un pueblito muy grande—dijo llevando un dedo a su barbilla—. Sí, ya lo creo. Pareciera que fue construido especialmente para que todos nos perdamos en él—se rio muy por lo bajo.

La pareja se calmó, Daniel aprovechó el momento.

— ¿A dónde pensaban ir, chicos? —Notó la inseguridad de ambos antes de responder, seguro eran chilangos, esos sí que estaban acostumbrados a ser asaltados o estafados a cada esquina nueva que llegaban—Seguro van al museo de la minería cerrada ¿Cierto? Claro, todo el mundo viene a verla. No los culpo, es impresionante caminar entre los túneles y pensar que en ellos alguna vez hubo oro o plata.

—Claro, de hecho venimos a ese—respondió el chico relajándose.

La chica parecía necia a aceptar que estaba perdida.

Eduardo comenzó a caminar a un paso lento frente a ellos—Claro, vengan. No es muy complicado llegar desde aquí. El asunto del museo es que está casi a las orillas del pueblito, siempre es complicado llegar a ese punto si no conoces por aquí. Sólo tienen que tomar la avenida más grande la ciudad (afortunadamente todas las calles verticales llevan a ella en algún momento), y tomarla hacía la salida a la carretera.

Los llevó hasta la avenida, mientras les hacía la plática. Sólo ganaba y mataba tiempo hasta llegar a su destino. Una vez allí se despidió de la pareja con amabilidad y se fue mientras escuchaba a la chica alegarle a su novio que no estaba perdida.

Apenas se alejaron lo suficiente, de los bolsos de su pantalón sacó el reloj y la cartera del chico, la pulsera y collar de plata de la chica. Guardó todo de nuevo y fue directo a comprarse algo digno de comer con el dinero del chilango despistado. Fue a una fondita a los pies del cerro del pueblito, sabiendo que en cualquier parte de México, la mejor comida se encontraría en las fondas. Teniendo la comida ya en su mesa, de su playera holgada de manga larga, Lea, su amiga y compañera de negocios peluda, asomó su conejuda cabezita.

—Sí, ya puedes salir—le dijo Daniel.

Lea saltó a la mesa y a comenzar a comer de la ensalada recién llegada.

—Eso fue un buen trabajo, Lea—dijo Daniel chocando puño con pata con su amiga.

Lea asintió mientras seguía comiendo. Su peluda compañera era una experta en sacar todas las cosas de valor de la gente sin que ésta se diera cuenta alguna. Lo que resultaba sorprendente, considerando sus cuernos de antílope. Sí, era una liebrilope, un conejo con cuernos de antílope, pero para Daniel sólo era Lea y ya, a secas.

Ambos comieron en una charla acerca de lo que vendría después de la comida.

Como mínimo debían sacarle todo lo que poseían a tres personas más, para que, al menos, no tuvieran problemas muy serios ese día. Eduardo acostumbraba a hacer lo doble de la cuota obligatoria, pero aquel día no se encontraba de todos los ánimos posibles. Había dormido un poco, lo que significaba pesadillas del peso del mundo.

Los Guerreros del Quinto Sol I: La Máscara de QuetzalcóatlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora