Alexandra Woods

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Desde la celda donde la encerraron, no tenía cómo contar el paso del tiempo, se guiaba por las raciones diarias de alimento que recibía mas las horas pasaban como si fuesen días, a ratos dormía y a ratos permanecía en un rincón intentando mantenerse cuerda. Pensaba en Lexa la mayor parte del tiempo, no sabía qué había sido de ella en Amatista, deseaba de corazón que no estuviera a bordo de esa infame embarcación, a pesar de que las alternativas a ese hecho eran temibles... ¿Y si había muerto? Desterraba esa idea en cuanto aparecía en su mente, no podía ser cierta, Lexa no podía estar muerta, la rescataría, estaba segura de ello.

No supo cuánto viajaron, solo que se habían detenido ya que el sonido de los motores se había apagado. Automáticamente se tensó, habían llegado a su destino, un escalofrío de horror recorrió su espalda cuando escuchó los pasos de los guardias acercándose a la celda, el chirriar de la puerta al abrirla... sintió el fuerte agarre sobre sus brazos y forcejeó como pudo para liberarse, gritando e insultando hasta ser amordazada. Los hombres de la Emperatriz no le dirigieron una sola mirada, sus bocas estaban selladas, solo cumplían órdenes sin más.

A rastras la sacaron de la nave y apenas pudo vislumbrar la majestuosidad de ese lugar, el gran palacio de Siracusa, el hogar de la tirana. No entendía qué podía querer de ella una mujer como la Emperatriz, no tras haber destruido su hogar y asesinado a sus padres, ella no era nadie ni pretendía serlo, solo quería vivir en paz en la Villian junto a Lexa.

Siendo arrastrada por los lujosos pasillos de ese lugar, apenas podía captar el camino ya que sus ojos se hallaban empañados en lágrimas que se negaba a dejar caer, se sentía pequeña y vulnerable, necesitaba a su capitana con cada centímetro de su ser.

Un golpe seco, un gemido de dolor amortiguado por su mordaza cuando los guardas la lanzaron sin cuidado contra el suelo, al parecer habían llegado a la sala del trono, su destino... no se atrevía a levantar la vista, ante ella se encontraba Nia, la Emperatriz, de eso estaba segura.

Humillada, sucia y magullada, permanecía de rodillas con la cabeza agachada y reteniendo las lágrimas, el pánico se había apoderado de ella a gran velocidad, veía cercana su muerte, su ejecución y seguía sin saber qué había sido de Lexa. El sonido de unos zapatos de tacón acercándose lentamente alteró sus sentidos, disparando el miedo que rápidamente corrió por sus venas, acelerando los latidos de su corazón. Una mano suave acarició su mentón y la obligó a elevar el rostro y a clavar su mirada aguamarina empañada en lágrimas en unos ojos verdes como los bosques, unos ojos cuya familiaridad provocó un nudo en sus entrañas, los había visto antes, estaba segura de ello.

Ante ella, la Emperatriz sonreía con desprecio, su porte elegante y regio intimidaba y atemorizada, sus ojos, sus labios rojos como la sangre y sus cabellos del color del caramelo, caían en cascada sobre su espalda, rizos bien definidos y elegantemente colocados, toda ella era bella y terrorífica, helaba la sangre en las venas.

Clarke tragó saliva con dificultad, sin atreverse a pronunciar palabra mientras Nia la examinaba con tedio en el rostro, un escrute minucioso, como intentando memorizar sus facciones finas, sus rizos dorados, sus ojos claros...

De pronto la Emperatriz habló en un susurro, mortífero, terrorífico, erizando su piel de terror, desvelando uno de los enigmas que la había llevado al delirio en su travesía en esa celda, la tirana no deseaba nada de ella, no iba con ella, Lexa... la capitana era la clave de todo pero ¿Por qué?

-No sabía que le gustaban rubias... Espero que estés a gusto en Siracusa princesita, tu padre no se ha quejado en exceso de su estancia en mi palacio

-Mi padre está muerto

-Aun no, pero pronto lo estará, igual que tú

-Lexa te encontrará, no vencerás, no esta vez

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