Azkaban Blues

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Los pasillos de Azkaban envolvían al jefe de la Oficina de Aurores; su luz era bastante molesta, similar en intensidad a la eléctrica muggle. Varios presos le devolvían una mirada amenazante e incluso alguno se ponía de pie con andares chulescos, pero ni uno sólo se atrevió a abrir la boca. Tanto Kingsley como el propio Harry habían trabajado codo con codo los primeros años tras la Segunda Guerra Mágica en acondicionar la prisión. Expulsaron a los dementores y comenzaron las reformas. Veinte años después, el lugar había adquirido de nuevo ese toque decrépito y desolado aunque a niveles minúsculos si lo comparábamos con la original. Estaba custodiada por Aurores y Squibs en su interior, y criaturas mágicas marinas en el exterior. Sus huéspedes seguían siendo, en su mayoría, mortífagos que no se habían rehabilitado, pero en el ala de delincuentes de menor riesgo todo tipo de infractores pasaban los años de condena.

A Harry le gustaba visitar la cárcel al menos una vez al mes para asegurarse de que se mantenían los protocolos y de que no existían errores de seguridad. También se encargaba de que no hubiese maltrato o vejaciones por parte del personal a los prisioneros. La herida seguía cicatrizando en la sociedad mágica inglesa, muchos aún pedían retribuciones y castigos más severos a los que habían pertenecido al bando de Voldemort.

Terminó su visita en apenas veinticinco minutos. El asistente del director de la prisión, tras acompañarle por los terrenos, le invitó a esperar en el despacho de su jefe y no tardó en traerle un delicioso café. Sólo, como debe ser.

Los ojos de Harry paseaban perezosos entre los objetos encima de aquella robusta mesa: fotografías de una familia feliz, amistades, incluso una del propio Harry dándole la mano afectuosamente; carteles de "se busca" de maleantes que ya hacía tiempo descansaban en una habitación de la prisión y documentos por doquier.

—Harry, lamento haberte hecho esperar. Tenía una reunión con el encargado de seguridad del ala doce.
—No te preocupes, Ernie—contestó Harry, levantándose y estrechando su mano con el mismo afecto que en la fotografía.
—Todo bien, espero.
—Todo en orden, como de costumbre. Quería pasar a saludar.
—Feliz año nuevo entonces, amigo mío. Espero que las fiestas te hayan sido leves.
—La casa Weasley es siempre un hotel abarrotado, pero se nota que los niños van creciendo.
—Dímelo a mí. Ernest Jr. se ha pasado las Navidades estudiando y entrenando. Pronto formará parte de las filas de los Magos Golpeadores y yo aún recuerdo cuando decoraba mis papeles con dibujos y le echaba la culpa a su hermano Cedric...
—James también ha estado entrenando; lo es abrir un libro ya es otra historia.
—Bueno, vino hace unos días a casa. Tenían que investigar juntos algo sobre sensores de secretismo...
—Me alegra saber que no paga a alguien para que le haga los deberes, iba a poner a mis hombres a investigarlo.
—Me dijo que pasasteis la noche del 24 ¿con los Malfoy?

Harry intentó contestar con el mismo aire distendido de la conversación, pero ninguna palabra salió de su boca. La pregunta le había pillado con la guardia baja. Suponía que James no quería hablar del tema al igual que resto de la familia, y aún menos con terceros. Que Ernie Macmillan supiera aunque fuera una mínima parte del total, le hacía muy poca gracia.

—Como sabrás, mi hijo Albus y Scorpius Malfoy decidieron hacerse mejores amigos.

Ernie asintió con la cabeza, como si lo recordara. Le dedicó una pequeña mirada de disculpa, como si le hubiera tocado la papeleta premiada en la ruleta de la mala suerte. Había escogido a Macmillan para ser el jefe de Azkaban él mismo; era de fiar, intransigente y justo. Además era de sangre pura, pero había luchado a su lado en la Batalla de Hogwarts. Era una pieza clave en limar asperezas y reconciliar al mundo mágico. Pero aun así, como muchos, seguía guardándole cierto rencor a los Malfoy.

—Lo cierto es que fue bastante agradable. Han cambiado mucho, para bien.
—Me alegra oír eso, nada me hace más feliz que los magos tenebrosos rehabilitados.

La cháchara continuó sin más y no se volvió a tocar el tema. Ernie presumió sin darse cuenta de que el programa que había puesto en marcha hacía años seguía dando sus frutos: mortífagos y puristas varios se reconciliaban con la sociedad y aprendían de sus errores. Se les reeducaba y se les obligaba a pedir disculpas. Hablaron también de las nuevas medidas de seguridad, un par de nuevos contratos y de sus respectivas familias.

Harry se marchó de allí directamente a la Oficina de Aurores. Notaba el inicio de una migraña justo detrás del ojo izquierdo, por lo que se adentró en su despacho lo más rápido posible. Sacó el bote de pastillas del penúltimo cajón de su mesa y llenó una jarra (Al mejor papá del mundo, hecha por Lily cuando estaba en primer curso) con un sencillo aguamenti. Se la bebió rápidamente y se dejó caer en el cómodo sillón en el que atendía a gente distinguida o dormía un par de horas cuando el trabajo le retenía durante la noche.

El tarro de pastillas muggles (mucho más eficaces que las pociones que había probado) iba ya por la mitad y descendiendo peligrosamente. La migraña le acompañaba desde la velada en casa de los Malfoy, mitigada únicamente por los fármacos. Se iba a dormir con ella, despertaba con ella, podía jurar que hasta soñaba con ella.

Si las migrañas, como los huracanes, tuviesen un nombre, aquel se llamaría Draco.

Harry intentaba convencerse a sí mismo que era estrés, la edad, la luz o el final de las vacaciones. No iba a admitir que su dolor de cabeza tuviera nombre y apellidos. Otra vez los mismos. Las palabras de su hijo seguían resonando en su cabeza como un disco rayado. «...con aquel muggle...» No era tan extraño, ni si quiera la parte de que estuviera al margen del mundo mágico. Si Draco y él mantuvieron aquella rel... aquellos años juntos... aquello. Harry siempre lo había considerado algo único, un experimento, uno fallido. Sí, Draco era un hombre, él también, pero ambos se habían casado con dos mujeres hermosas y maravillosas. «...al que le estabas metiendo la lengua hasta la campanilla». Draco Malfoy engañaba a su mujer con hombres. Si James decía la verdad (no solía mentir en esos casos, pero tampoco era conocido por su resplandeciente sinceridad), Draco besaba -y Dios sabe qué más- a otros hombres. Para Draco aquello no había sido un experimento, una prueba, algo único... algo especial.

Harry había sido otra chico más. El primero, sí, claro, o al menos eso creía. ¿No? Pero ya está. Uno de tantos. A saber con cuántos. Muggles incluidos. Podían ser decenas. Y él, sólo uno más en un mar de hombres. Seguro que todos ellos con más experiencia. Con menos miedos, excusas, celos. CELOS. No podía admitirlo, pero eran esos malditos celos los que le estaban dando dolor de cabeza. ¿Acaso no había sido el propio Harry el que le había acusado a él de ser un maldito celoso? Había desestimado sus sentimientos cuando él se hartaba de verle con Ginny, de que sólo ella pudiera besarle, quererle en público. Harry nunca lo había entendido: sabía que su mujer le era infiel, pero no le preocupaba. Había dejado los celos en la adolescencia, había culpado a las hormonas de esa época.

Pero en ese momento, con cuarenta y dos años, tirado en el sofá de cuero de su despacho con el codo en la cara tapándole la poca luz que entraba por la ventana falsa del Ministerio... Harry Potter estaba agonizando por culpa de los celos.

Y ni si quiera tenía derecho a sentirlos.

Si no te tengo | DrarryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora