Step#8

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Disclaimer: Ranma 1/2 y todos sus personajes son propiedad de Rumiko Takahashi. Esta obra fue creada sin fines de lucro.

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Y nada... que ahora era un pervertido hormonal y celoso.

Hacia una semana regresaron a sus propios cuerpos, así sin más. Tan repentinamente como inició, al parecer el efecto había claudicado. Después de mes y medio, por supuesto. Justo ese día, y con un cinismo estratosférico, Happosai regresó. Irrumpió el tranquilo desayuno familiar como si todo fuese color de rosa y nunca hubiese cometido aquel delito. La furia de Ranma se crispó al instante, y aún más cuando el muy sinvergüenza alardeo a los cuatro vientos -y frente a toda la familia- que, ahora que se conocían profundamente bien, iba siendo hora de engendrar un heredero para la preservación del Musabetsu Kakutō Ryū, y de paso se casaran. Esa declaración fue acogida con expectación y curiosidad por cada uno de los comensales presentes. Precipitándose, al instante, en hacerles preguntas bochornosas e insinuantes a él y su prometida. El azabache no dio tiempo para respuesta e inició la guerra declarada contra el maestro. Incluso Akane le echaba una mano pateándolo cada que el viejo se acercaba a su rango de ataque. La disputa duró todo el día, sin indicios que terminase nunca. Pues Ranma estaba verdaderamente rabioso y el anciano parecía divertido con el lío. Antes que la casa terminara en los cimientos, Nodoka Saotome, se interpuso -desbordada en determinación- entre los dos furibundos contrincantes katana en mano. Una sola mirada severa bastó para que ambos acabaran con "la cola entre las patas", aceptando firmar -con sangre y todo- el juramento de terminar con aquella venganza infantil y absurda. Hasta la cláusula del seppuku estaba estipulada si continuaban la riña. Astuta la mujer. Y, aunque Ranma sí estaba más que furioso por el desastre, la vergüenza y humillación que supuso intercambiar el cuerpo con Akane, también debía admitir que aprendió algunas cosas importantes. O, mejor dicho, rectificó... o descubrió. O como sea.

La más importante, que lo atribulaba con -cada vez- más insistencia, era: el cuerpo de su prometida. Los féminos recovecos y contornos figuraban extremadamente sensibles. Ya sea que estuviese en sus días más volubles o no. Cada centímetro cuadrado, de las terminaciones nerviosas, bajo la nívea dermis era mucho más susceptible que las de él convertido en mujer. Los roces casuales o intencionales, el abrazo de los ropajes, el tacto del agua, las caricias del viento, el golpeteo de la lluvia. Todas esas sensaciones eran absorbidas exquisitamente por sus poros cual desierto sediento de lluvia después de la sequía. Sentía todo de manera exponencial. Era fascinante y perturbador a partes iguales. Sus cuatro zonas de mayor sensibilidad eran: el cuello, las orejas, la parte interna de los brazos y los labios.

Lo del cuello y orejas lo descubrió en las veces que ella se le acercaba, por detrás, para asustarlo o incomodarle cuando bajaba la guardia. Percibía su cálido aliento como olas efervescentes golpeando las rocas en el mar, viajando por el largo de su espina hasta erizarle toda la espalda. Hirviéndole la sangre de paso. El eco de su propia voz revotaba entre los pliegues de su oreja acariciándole plácidamente el tímpano con un sonido suave, sensual, incitante. Arrancando de su boca efímeros, pero intensos, gemidos disimulados dentro de una exclamación ahogada. Ella sólo sonreía por el logro de perturbarlo, ajena del saber que la tribulación ocasionada era más primitiva. Más intensa y pasional. Un día, mientras meditaba en el dojo, la ingrata lo importunó con todo el descaro y la confianza que se tenían, pero no era un buen momento; recién había terminado con el período y aún permanecía sensible. Entonces, cuando la encaró con el enojo y el hambre atorados en la garganta, sin pensar su proceder -guiado más bien por la necesidad- la tumbó de espaldas, aprisionando férreamente sus muñecas sobre la cabeza. Exponiéndola a su merced. Despojado de todo atisbo de cordura y pudor, dejó que la plenitud de su peso aplastara el cuerpo de la pelirroja. Permitiendo el roce, descarado, de sus senos. Tan sublime, tan placentero e indecoroso, tan prohibido. Pero al carajo con eso, ella era su prometida.

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