Capítulo VIII

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Ha pasado una semana desde que me dieron el alta en el hospital. Gracias al cielo no fue necesario hacerles mención de ello a mis padres. Ellos creen que todo ha marchado con normalidad y, que aparentemente, todo me está saliendo de maravilla. Ojalá y eso fuera absolutamente real.


Desde que puse un pie en la pequeña pero acogedora habitación que compartimos, Marianné ha estado pendiente de que tome los medicamentos en las horas indicadas por el doctor Smith y se ha encargado de que me alimente lo suficiente porque, según ella, perdí mucho peso después del imprevisible accidente. Lo cual es bastante falso a mi parecer, a veces mi querida amiga exagera con sus atenciones.

Quizás sus dulces e inevitables cuidados se deban a que su sueño era estudiar un doctorado y sus padres no se lo permitieron. Aún no me ha contado porque se lo prohibieron. Sin embargo, cuando hace referencia a su pasado, siento que le duele hablar de aquello. Así que nunca la obligo a que continúe con su discurso.

Siempre he pensado que hay que respetar los silencios de las personas y evitar presionarlos cuando ellos no desean seguir hablando. Es mejor esperar a que ellos decidan hacerlo. Me imagino que es parte de la empatía.

Por otro lado, no fue difícil estar al día con las clases o las tareas de la universidad. Mi amiga me ha ayudado con todo. Aunque... eh, bueno... no me gustaría mentirles, así que les confieso que ella ha hecho todas mis tareas y se ha tomado el trabajo de explicarme los temas de una forma que me resultó muy fácil comprenderlos.

Marianné se ha convertido en una persona muy especial desde que empezamos a ser amigas. Cabe mencionar que disfruto cada momento que compartimos por muy insignificante que pudiera ser para las demás personas. Sus divertidas ocurrencias y su espontaneidad han contribuido para evaporar la tristeza aplastante que traía conmigo al bajar de aquel avión. E incluso el miedo a no ser capaz de encajar en un país como este ha declinado paulatinamente.

Agotada y esfumando mi monólogo mental, me remuevo incómoda en una de las sillas azul rey de la recepción, entrelazo mis manos sobre mi cartera de cuero y deshago la postura rígida que tenía anteriormente.

Inhalo profusamente, mis pulmones se inundan de aire.

Quizás se estén preguntando en dónde estoy o qué estaré haciendo y por qué me siento cansada. Bueno, empezaré con decirles que el coordinador de la beca me envió un correo hace una semana, en el cual me citaba en el edificio donde trabaja. Y precisamente aquí estoy.

Llevo alrededor de dos horas esperando entrar a su oficina y la secretaria no me ha permitido pasar. Suelo ser muy paciente cuando se trata de esperar. Sin embargo, creo que hoy mi paciencia se ha mudado muy lejos y me es imposible rastrearla.

Estoy cansada de esto. Quizás lo mejor sea venir otro día.

-Es su turno, señoria –me informa la secretaria, interrumpiendo mis fallidos intentos de abandonar este lugar tan fino y acogedor, deja de teclear en su computadora y señala con su dedo índice hacia una puerta cerrada, con un letrero colgando que dice: «Mr. Prescott», hace una breve pausa y prosigue, hablando con amabilidad-: Puede pasar. Es ahí. El señor Prescott la está esperando.

«Al fin», grita mi subconsciente con un dejo de emoción inevitable.

Le doy las gracias a la secretaria. Ella en su lugar, asiente con la cabeza, desliza su vista a la computadora frente a ella y, adoptando un porte profesional, se sumerge en su trabajo, nuevamente.

Alisando mi falda, me pongo de pie con una sonrisa de costado pegada a mi rostro. Seguidamente, avanzo hasta la puerta con pasos lentos pero firmes; al fin y al cabo he esperado demasiado tiempo y mis pies me duelen un poco. Los zapatos nuevos están haciendo de las suyas y es algo que no puedo controlar. Me arrepiento de haber decidido estrenarlos esta mañana.

El sello de nuestro amor ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora