36. Dolor de ausencia.

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Pasan los minutos. Pasan las horas. Pasan los días. Las semanas. Yongguk no sabe con exactitud cuántas, pero todavía le resulta muy difícil escapar de su propio silencio.

Es ya muy tarde. Casi las dos y media. La ciudad entera duerme y momentos como éstos son realmente sublimes para él por el hecho de que son los únicos en que puede verlo, dentro de sus ensoñaciones. Pero hoy no. Hoy, no es capaz ni siquiera de conciliar el sueño.

Resignado, se levanta, dejando atrás la calidez de sus sábanas para ir en busca de papel. Toma su bolígrafo y empieza a dar un par de trazos desordenados, esforzándose por intentar dibujarlo. Dibuja sus ojos. Su cuerpo. Y a medida que el dibujo va tomando forma recuerdos preciados llegan sin avisar. Recuerdos de cuando aquella piel blanca y pura tocaba la suya. Cuando venía a él con una copa de vino tinto enredado entre sus dedos de ámbar. Sensual. Elegante. Y se dejaba caer a su lado. Bebía un poco, sonreía, luego besaba sus labios. Dejaba besos por doquier, para más tarde, dar paso a que sus cuerpos desnudos y delgados se enredaran como magia pura, inocente. Un adictivo éxtasis los envolvía y entonces, tras verlo sonreír, se deleitaba con aquel aroma a caramelo tan exquisito que parecía emanar de todo su cuerpo. De pronto despierta. Y hubiese preferido no hacerlo. Porque él no está. Porque la soledad es todavía su única compañera.
Y se siente como si estuviera al final de un acantilado. Cansado. Exhausto. Intentando destrozar todos los recuerdos para esparcirlos al vacío y así verse al fin libre de ellos. Pero no lo logra. Porque los atesora. Porque son lo único que le queda de él, después de todo.

De repente le acude un intenso deseo, como una sed, como una tentación. Quiere ver su sonrisa. Necesita desesperadamente escuchar su voz. Toma su teléfono y lentamente marca el único número que sabe de memoria. Pero no se atreve a llamar. ¿Qué decir? ¿Qué porder decir para que vuelva? Alza la mirada, algo llama su atención. Cree verlo entre las sombras. Enseguida deja el teléfono a un lado. Se levanta, lo busca. Recorre los solitarios pasillos. Entra en cada habitación. Una y otra vez. Lo busca insistentemente y al no encontrarlo, acude dentro de sí, en el laberinto de sus recuerdos. En las enredaderas de sus pensamientos. Pero no soporta estar allí por mucho tiempo. Porque el amor que creyó que era para siempre ahora se ha convertido en una tortura. En una pesadilla.

Se rinde. Sus derrotados pasos lo llevan de vuelta a la mesa. Se deja caer pesadamente sobre el asiento y empieza a escribir con la pluma oxidada sobre el viejo papel manchado de lágrimas. Queriendo desahogar con tinta esa interminable sensación de arrepentimiento y pérdida que están penetrando su piel, dejando en claro las ganas infinitas que tiene de volver el tiempo atrás. De esta vez sí hacer las cosas bien. Su mano se detiene de súbito. De pronto, la voz que anteriormente susurraba cándidamente su nombre deambula en sus oídos una vez más. Siente que lo llama. Su corazón se acelera y gira la cabeza para mirar en derredor. Pero no. Sólo se trata del sonido de la lluvia que hace estremecer las ventanas.

Un suspiro escapa de sus labios. Deja caer la cabeza sobre el papel.

Día a día, ha tratado de engañarse a sí mismo diciendo que todo está bien. A pesar de que en este momento para él, allí afuera, el mundo es un lugar aterrador, sale y se topa a personas, se encuentra con amigos que a veces lo hacen reír. Que lo hacen momentáneamente olvidar. Pero nadie, ninguno de ellos, los del mundo exterior, podrían imaginarse lo terrible que es la máscara que lleva puesta. No tienen idea del creciente sentimiento tóxico de inferioridad y culpabilidad creciendo dentro suyo, obstruyendo su garganta. Y es que, una vez que regresa a su apartamento esa condenada máscara cae. Porque una vez que llega, la miseria y la soledad son las que salen a recibirlo. Cariñosamente lo envuelven. Lo abrazan. Lo asfixian. En aquel lugar se queda de pie, paralizado. Preso de su propio infierno interno, preso de su propia pasión. Siendo devorado caóticamente por los recuerdos que rebobina una y otra vez, sin cesar. Porque pareciera que allí dentro el tiempo estuviese congelado. El tiempo en el mundo exterior pasa rápido, pero allí dentro, se ha detenido en el fatídico día en que lo abandonó.
Los recuerdos se juntan como charcos y todavía no entiende por qué lo dejó ir. Por qué en aquel momento dejó que aquella suave mano se alejara de la suya.
Con una fe casi infantil todavía espera que vuelva. Espera que esa puerta sea abierta y que su figura se vea nuevamente allí. Con una sonrisa, con un atisbo de amor en su mirar. Cierra sus ojos, esperanzado. Sueña. Anhela. Desea, con todas sus fuerzas. Y los abre una vez más. Nada. Todavía no hay nada más que fría soledad.

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⏰ Última actualización: May 25, 2018 ⏰

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