Al rato de que Delalia se había ido, Armando cerró la puerta y se recostó en el catre para tratar de conciliar el sueño, pero se le hizo imposible, pese al gran agotamiento que sentía en sus párpados y hombros. En el silencio abismal del campo durante la hora de la siesta, con una mano en la nuca y mirando hacia el techo, se puso a pensar, de forma involuntaria, como si el cerebro no quisiera detenerse.
Pensaba que, hacía escasos quince minutos, se había marchado Delalia hacia su puesto, con su bolsa de harina y su caminar peculiar, sin siquiera sospechar que había estado conversando alegremente con el asesino de su hermana. Sentía una culpa espantosa.
En poco menos de dos días tuvo experiencias muy extrañas. En ese escaso lapso de tiempo tuvo él el primer y verdadero gran encuentro con un ser horripilante de la noche, uno como los que, hasta ese entonces, sólo podía entrever con su prolífica imaginación. Pero más terrible era la abominable maldición que le había traído ese esperpento. A partir de ahora era un vil asesino, buscado por la policía para ser juzgado por sus repugnantes actos. Cuando en su defensa alegara que Dumancia estaba muerta e intentó atacarlo porque él no aceptó una cena con ella, el juez no haría otra cosa que reírse. El hecho era, incluso para él algo que no tenía ni pies ni cabezas.
Cerró los ojos e intentó dormir. Al final logró dormitar por unos cuantos minutos, incluso con los pensamientos revoloteando en la cabeza. Luego se dio vuelta y se sintió muy cómodo. Cayó de forma definitiva en un profundo sueño y, aunque tuvo las molestias de algunas pesadillas ―algunos que otros fogonazos de lo que había vivido― durmió por cuatro horas, de seguido.
Al abrir los ojos, a eso de las seis de la tarde, don Armando tenía la sensación de estar repuesto completamente. Además, con tantas cosas por hacer, sentía que era menester estar fuera, más que pasarse la tarde haraganeando en la cama. Sin embargo, se quedó tumbado un rato más.
El catre le daba muchas ideas.
Pasar un día más en su rancho podía ser su perdición. Lamentable fue para él darse cuenta que debía huir esa misma noche. Cuanto antes debía hacer que sus rastros de huida desaparecieran. El diablo y la justicia, sospechaba, pronto estarían pisándole los talones.
Viendo un agujerito en la chapa por la que entraba luz, Armando tuvo un par de ideas brillantes.
Huiría, y no usaría para ello ni caballo ni camioneta. Ambos eran demasiado llamativos y podría verse su fuga a una legua de distancia. Quería que pareciera que se había esfumado del planeta, que había desaparecido, que nadie pudiera seguirle el rastro. Luego el asunto de la escopeta: ¿llevarla o no? Era ruidosa, aparatosa y difícil de acarrear. Además, no le había servido de mucho, sólo por un momento había noqueado a Delalia. Fue, en definitiva el filo del facón lo que había acabado con ella. Así pues, decidió que llevaría sólo su silencioso y efectivo cuchillo.
Se dio la vuelta y quedó viendo una pared. Seguía pensando nuestro gaucho.
Pensaba en envolverse las alpargatas con mucha arpillera de manera tal que sus rastros apenas se noten en la tierra. El viento insistente de la estepa terminaría de borrar, en muy poco tiempo, lo que quede de sus huellas. Se adentraría lo más que pudiera en el campo y luego se quitaría el envoltorio, pues, a pesar de ser una buena manera de pasar desaparecido, no sería cómodo para andar durante todo el trayecto.
Por fin se levantó, y fue hasta la cocina y tomó un pan. Mientras comía escudriñaba con la vista el interior de su rancho. Metidos en un torcido y viejo mueble estaba todavía la olla y los cubiertos del puchero de la noche. Estaban sin lavar y así quedarían; no había tiempo para ello. Tomó los fósforos y los puso sobre la mesa. Lo mismo hizo con un tenedor, con una cuchara, con la sal y la pimienta, con un jabón, un paquete de velas y una botella con agua. Pensó en llevar harina o aceite ―o yerba para el mate― pero desistió enseguida: tenía que ir liviano; luego tendría que llevarlo a hombro vaya a saber por cuánto tiempo. Optó sólo por los cinco bollos de pan que tenía hechos desde el sábado. Cortó un nuevo pedazo del que tenía en las manos y siguió observando, mientras comía, las cosas que había sobre la mesa. Se sentía satisfecho con su elección; era más suficiente y estaba bien seleccionado.
Caminó a su habitación y tomó dos mudas de calzoncillos, dos de medias y las dejó sobre la cama. Tomó una linterna y una gran cantidad de pilas ―disponía, al menos, de media docena― y algunas pertenecías de valor sentimental, que guardaba en la mesa de luz. Tomó ―no le podía faltar― el papel y el tabaco para hacer sus cigarrillos y los dejó junto a las demás cosas sobre el catre.
Giró su vista hacia el estante de la pared; allí estaban los barquitos en botellas, y en la mesa que estaba justo debajo, tal como lo había dejado la noche anterior, la corbeta a medio terminar. No podría llevársela, era demasiado grande. A cambio, tomó uno de sus trabajos más diminutos: un pequeño y simple barco confeccionado en el interior de una botellita de whisky, de esas que solían ponerse en las pulperías a modo de adorno. Por algún motivo recordó lo decepcionado que se sintió la vez que hubo de abrir aquella botellita pensando que era auténtico whisky: cuando olisqueó y probó el líquido de su interior supo que no era «whisky muy añejo», como decía en la pegatina, sino agua destilada con colorante amarillo. Luego de la remembranza dejó su obra apoyada junto con las otras cosas que llevaría a la odisea.
Por último, llegó el turno de revisar afuera. Sus dos perros y Betún lo esperaban allí. Les hizo unas caricias y luego se dirigió al pozo de agua. Lo cerró con tablas para impedir que caigan bichos y tierra y le puso piedras encima para evitar que las tablas se volaran con el viento, si lo hubiera... lo que era muy probable. Del mismo modo que en la cocina, escudriñó con la mirada para asegurarse que todo esté en orden. Le dio una vuelta a la casa. Vio las pilas de cenizas que había en las esquinas. Estaban completamente consumidas y apenas se notaban. Se percató que uno de los portillos de la ventana del galpón estaba abierto. Se acercó y lo cerró.
Qué haría con Betún y con los perros, era la pregunta que le ocupada ahora el pensamiento. A los perros, sin dudas los dejaría atados. Es bien sabido que de otro modo lo seguirían, y no podía permitírselo. Sus ladridos y sus rastros posiblemente delatarían su la ubicación. Se acercó a ellos y les dio un abrazo. Los echaría de menos, pero la lamentable situación urgía a que así fuera. Así que, sin más remedio, los ató a una larga cadena y les dejó mucha agua y comida. Luego trataría de comunicarse con algún vecino para que se haga cargo de los caninos.
Y con respecto a Betún... los gatos no tienen las preocupaciones que otras mascotas. Les da igual que te vayas o que te quedes... para ellos todo es igual. Pensó Armando, por lo tanto, que no sería necesario atarlo ―rió― y sólo se limitó a dejarle un balde de agua lleno de agua y algo de carne en el techo, para que ningún animal carroñero termine comiéndole la comida. Lo bueno de Betún era que, si tuviera hambre, no le costaría nada conseguir alimento, pues, a diferencia de los perros, sabría cómo hacerse una cena o un almuerzo con solo estirar un poco las patas y tomarla él mismo del aire.
Volvió al rancho y juntó sus cosas de la mesa y el catre y las puso en usa mochila morral, que hacía mucho que no usaba. Antes de salir por la puerta, giró la vista, al interior de su rancho. Luego cerró la puerta con candado y la fijó con alambre, como un extra de seguridad. Solía hacer esto cuando se iba lejos.
Fue hasta el galpón y se ató la arpillera a las alpargatas tal como lo había planeado. Las ató fuertemente con alambre dulce. Las mascotas, todas sentadas, observaban los movimientos de Armando con atención. Luego cerró el portón del galpón con candado, saludó por última vez a sus perros y miró su rancho. Salió hacia el campo abierto, con dirección incierta, hacia lo que presentía, sería, una gran odisea. Los perros intentaron seguirlo, pero se encontraron con los límites de sus cadenas y se extendieron un poco más con ladridos. Pero don Armando se iría sin ellos.
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Cosa'e Mandinga: Las aventuras del gaucho miedoso
TerrorAños cincuenta. Plena estepa patagónica. Allí vive, en su rancho, don Armando Borondo. Un gaucho de la vieja guardia. Un hombre de campo, rudo, alto, con bigote autoritario y que, según se dice, posee el don de la valentía. Para conservar su tan ost...